Dicen que lo excelente es enemigo de lo bueno. Y es cierto que muchos perfeccionistas crónicos descartan lo disponible por buscar lo casi imposible. Es que en muchos ámbitos de la vida nos vemos obligados a elegir entre opciones que no nos satisfacen. Sabemos que debemos seleccionar una de las alternativas pero en realidad ninguna de ellas nos genera orgullo y, en muchos casos, solo terminamos descartando lo peor.
Resulta razonable que sea así, en muchas ocasiones, sobre todo cuando la fatalidad nos plantea esas posibilidades o en situaciones impredecibles que nos van arrinconando y colocando en esta tan incómoda disyuntiva.
La estrategia del “mal menor” es una variante tolerable, fundamentalmente cuando las condiciones por las que se llega a esa opción, no permitieron hacer algo antes y nos vemos finalmente compelidos a esa difícil decisión.
Lo que no es admisible es convertir esa circunstancia en algo crónico y hacer de esa dinámica una forma de vida, responsabilizando siempre al entorno, a lo externo, por habernos puesto allí, en ese indeseable trance.
En la política escuchamos esto con demasiada cotidianeidad. Gente que termina votando a un candidato o a otro, aduciendo que no tiene chances, que sus alternativas están limitadas y que solo puede elegir el mal menor, optando por el menos despreciable o el que menos repugnancia le genera.
Que cierta displicencia ciudadana nos haya puesto en ese brete en alguna ocasión se torna aceptable, que algún sistema electoral que limita a las minorías o que nos plantea una segunda vuelta, nos proponga elegir a uno de dos, cuando ambos no nos conforman, está en la lista de posibilidades.
Pero eso no se puede transformar en un hábito indefinidamente. Los ciudadanos no podemos suponer que las opciones de las que disponemos son producto SIEMPRE de una conspiración del sistema para perjudicarnos.
Al menos no es posible que asumamos eso como una cuestión natural, que pueda suceder reiteradamente. Lo cierto es que los que tenemos que tomar decisiones también somos responsables de esas pocas variantes. Lo somos por acción y también por omisión.
A veces tomamos el camino del “voto útil” y terminamos apoyando al que creemos que tiene más posibilidades de triunfar o hacer un buen papel, pero para ello le quitamos oportunidades concretas de seguir en carrera a gente mejor, a dirigentes profesionales y serios, a candidatos que aun sin grandes campañas tienen formación superior y demuestran estar debidamente preparados para la tarea para la que se postulan.
Dinamitamos esa ocasión que tienen de dar la batalla de igual a igual, solo porque pesa sobre ellos el estigma de no tener estructuras, una tradición política de décadas o porque no tienen antecedentes suficientes.
Los ciudadanos nos convertimos así, por momentos, en el principal escollo para que nuevas figuras puedan estar en la vidriera, para que la oferta electoral sea superior, y que el marco competitivo obligue a más argumentos, mejores ideas y mayor seriedad para proponer proyectos.
La sociedad se queja de la política, descree de los partidos, pero termina renovándoles el crédito a muchos hasta la próxima elección. Y tal vez, ello no sería tan desacertado, si se aceptara esto como la “última vez” que apela a esta dinámica, y no como un hábito perverso que legitima a los peores.
Es cierto que la política es compleja, que el candidato perfecto no existe, porque los seres humanos somos incompatibles con el concepto de excelencia, pero eso no nos debe privar de buscar a los mejores, de ser exigentes a la hora de brindar apoyos.
Y no menos exacto es que si el sistema, por sí mismo no tiene mecanismos para incentivar a los mejores, a los más honestos y profesionales a sumarse al ruedo, pues entonces los ciudadanos debemos ser protagonistas, participando directamente o bien incentivando a esos, a los que consideramos diferentes, a tomar los lugares de poder desde los cuales se puede cambiar el rumbo de los acontecimientos.
La democracia no supone solo la participación en el acto electoral, es mucho más que eso, y los candidatos entre los que debemos optar son la consecuencia de un sistema y no la causa. Tenemos los candidatos que tenemos, mejores y peores, porque hasta aquí, hicimos lo que hicimos.
Nuestra inacción, las decisiones equivocadas, también tienen precio, y si hoy nos sentimos encerrados, no es por casualidad y no podemos responsabilizar a otros porque mucho de lo que pasa tiene que ver con lo que hicimos y también con lo que dejamos de hacer.
Tal vez sea tiempo de hacerse cargo cívicamente de los errores propios. Recurrir al mecanismo vigente no es un pecado, pero sí lo es, aceptarlo como una rutina indefinida, y en cada turno electoral sentirnos atrapados, para empezar el recitado de insatisfacción y reclamos tan propios del momento previo a la elección, enojándonos porque no tenemos opciones.
Existe mucha responsabilidad en el sistema político, en la perversidad de sus normas, en el monopolio de los partidos, en los retorcidos mecanismos de selección internos que expulsan a los mejores, pero nada de eso explica la falta de compromiso ciudadano, el desinterés de los electores, no solo al momento de votar, sino en la construcción que precede a las candidaturas.
Si en poco tiempo, estamos nuevamente frente al dilema de tener que apelar al mal menor, aceptémoslo como parte de las reglas de juego, pero reflexionemos sobre la responsabilidad que nos cabe, y al día siguiente de la elección propongámonos hacer algo al respecto. Probablemente si nos metemos de lleno, podamos hacer algo para que en la próxima oportunidad en las que nos convoquen a votar, los candidatos que tengamos en la grilla nos generen mas expectativa y terminemos votando a alguien con entusiasmo y convicción, y no debamos reiterar esto de elegir el mal menor.
Alberto Medina Méndez
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