Para apreciar el significado de la crisis financiera que sacude a Europa debemos precisar de qué se trata el “proyecto europeo”. Su contenido esencial, motorizado por las élites germano-francesas, no es económico sino político. Desde un comienzo dichas élites, que son factores decisivos en el manejo del proyecto, han buscado la concentración del poder bajo su dirección, hasta que exista una especie de super-Estado que ejerza la soberanía en los ámbitos que la definen: defensa, política exterior y finanzas.
La marcha del proyecto ha dependido de dos factores de fundamental importancia: En primer término, la gradual pero efectiva limitación de las decisiones democráticas de los electorados europeos, en lo que tiene que ver con la concepción directriz de las élites. Cuando ha sido necesario, las decisiones colectivas que hayan pretendido nadar a contracorriente del proyecto han sido torcidas, anuladas o recompuestas por las élites de las naciones dominantes, es decir, de Francia y Alemania, apoyadas por la burocracia supra-nacional que domina desde Bruselas y Luxemburgo. De esta forma, el proyecto ha avanzado más allá de lo que los electorados nacionales permitirían si conociesen sus fines últimos.
La sumisión de esos electorados, en segundo lugar, se ha logrado mediante la creación de los Estados de Bienestar socialdemócratas que imperaron en Europa por décadas, y que hoy revelan heridas tan profundas que ponen en peligro la totalidad del proyecto. Mientras dichos Estados de Bienestar fueron capaces de ocultar sus fallas estructurales, proporcionando a través de un endeudamiento masivo una sensación de prosperidad que descansa sobre pilares agrietados, los pueblos fueron complacientes. Pero ahora, ante la evidencia de la quiebra del erosionado “modelo social”, Europa se ve obligada a enfrentar la realidad. El problema crucial es que, como lo expresa en un lúcido verso T. S. Eliot, “la humanidad no puede soportar demasiada realidad”.
Las élites comprometidas a fondo con el proyecto europeo no están dispuestas a permitir que algo tan deleznable como la realidad las detenga. La cruda verdad es que Grecia está en bancarrota, y que salvar la estabilidad económica de Europa y su moneda única, ingredientes ineludibles del propósito político, exige dos cosas: De un lado someter a Grecia a un severo programa de austeridad, única fórmula que, tal vez, convencerá al pueblo alemán de seguir subsidiando la tierra de Homero y Esquilo. De otro lado, intentar que dichos subsidios restablezcan la confianza de los mercados y el dinero termine en las bóvedas de los bancos alemanes y franceses, asfixiados por su irresponsabilidad de años con respecto a Grecia, Irlanda, España, Italia y Portugal.
Quizás lo anterior no esté lo suficientemente claro, así que procuraré explicarme mejor: El derrumbe de los Estados de Bienestar europeos es el resultado de tres factores: la demagogia de los políticos, la frivolidad de los pueblos y la irresponsabilidad de los bancos. La dinámica funciona así: los electorados europeos piden siempre más del Estado benefactor; a su vez los políticos ofrecen lo que sea para ganar el favor de los votantes, y en este punto entran gobiernos y bancos a inventar instrumentos financieros ficticios y fraudulentos, que sacan dinero inorgánico de sus entrañas como el mago extrae conejos de un sombrero.
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