Algunos expertos en mercadeo político, sabios en derrotas y en buenas excusas, recomiendan a los candidatos no caer en las provocaciones de Chávez. Si los acusan de ratas piden que contesten que las personas decente no usan ese lenguaje, y presenten la otra mejilla como si fueran la reencarnación de san Francisco de Asís y no aspiraran a triunfar en el sucio arte de la política.
Esta estrafalaria teoría recomienda no ofender a los electores chavistas, mientras que el Presidente polariza cuando le viene en gana y ha establecido unos verdaderos términos desiguales para el intercambio político, trata a la oposición de escoria pero exige respeto a la investidura presidencial. Los expertos recomiendan fingir que no se ha oído nada, continuar un debate de altura que nunca ha comenzado y afirmar que el país está cansado de tanta peleadora, lo que no parece en realidad muy cierto, por lo menos para la mitad de los venezolanos.
Por ideas semejantes Copei decidió no atacar a Jaime Lusinchi, ante la popularidad del entonces presidente, según las encuestas de la época, como si fuera posible ganar unas elecciones presidenciales sin hacer oposición. Carlos Andrés Pérez, ya elegido presidente, lanzó una campaña de descrédito contra Lusinchi y a los pocos meses se esfumó la opinión favorable hacia éste.
Ante una oposición tan decente, el Gobierno aprovecha para impedir las elecciones universitarias, agredir a los sindicalistas de la Corporación Venezolana de Guayana, permitir que algún que otro opositor sea abaleado, disolver manifestaciones a la fuerza, expropiar constructores en Táchira. ¿Basta con responder a estas tropelías con "enérgicas declaraciones"? De tanto presentar la otra mejilla, suponer que el elector preferirá la víctima indefensa se ha vuelto una segunda naturaleza, una resignación, una pasividad, que lleva a creer que Chávez es invencible, y hasta discuten en sus reuniones de asesores si conviene ignorar a Chávez, tratarlo de Huguito, de teniente coronel o de señor Presidente, pero, eso sí, jamás alterarse si califica de rata a la oposición.
Sabrán mucho los expertos, pero tal mansedumbre parece poco conveniente para derrotar a Chávez; además, por cada asesor que aconseja a un candidato ganador, hay dos o tres que no logran evitar que pierda el suyo.
No se trata tampoco de volver la campaña un torneo de insultos, aunque a veces sean imprescindibles en un debate. Revisen el lenguaje de los triunfadores, el de Betancourt, de cualquier político latinoamericano triunfador, el del mismo Chávez. Un verdadero candidato refleja vigor, decisión; nadie le pregunta qué haría si después de las elecciones no le entregaran al poder, el país sabría la respuesta, dejaría la piel en la calle, no le bastaría con enviar una carta a la Organización de Naciones Unidas ni declarar en televisión. En resumen, no presentaría la otra mejilla. En realidad, el problema se reduce a la mejor respuesta a un insulto, la más imaginativa, la más hiriente, con mayor pegada.
Cassius Clay derrotó a Foreman porque cuando lo vio agotado le pegó duro y a la quijada, había planificado esa pelea. ¿Ha llegado ese momento en Venezuela? ¿El de pegar duro y a la cabeza? ¿Sí o no? ¿Tendremos un Cassius Clay? Un campeón que entusiasme a sus seguidores. En algún momento el candidato subirá al centro del ring y deberá mostrarle al país la valentía necesaria para derrotar a Chávez.
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