Saciar su odio, por ahora, en los símbolos sagrados de nuestra religiosidad, muestra una tendencia en extremo peligrosa. Desencajar la convivencia pacífica para impedir que la historia – que comienza a juzgarlos – se cumpla de manera inexorable en un futuro cercano. Los molinos de los dioses muelen despacio, cantaba Homero. En Venezuela ya culminan su faena. Que cuando les llegue la hora, Dios los encuentre confesados
Los tiranos detestan las religiones y odian las iglesias. Si así fue desde el origen de los tiempos, con el marxismo llegaría a mediados del siglo XIX al paroxismo: encontró en el materialismo histórico su perfecta justificación temporal y con el materialismo dialéctico su perfecto enmascaramiento ideológico. Lenin alcanzaría el clímax de la justificación de pogromos y sacrilegios con su famosa sentencia: “la religión es el opio de los pueblos”. Tuvo así el fundamento teórico de la aniquilación de la iglesia en todas las Rusias y la legitimación del asalto al Poder totalitario. Frente al cual y en respeto de las tradiciones han sido las iglesias, y seguramente lo seguirán siendo, el más formidable dique de contención.
Si el comunismo no toleró convivencia alguna con la iglesia ortodoxa, que persiguió de manera implacable, aunque inútilmente, el nazismo aceptó la católica y la protestante solamente subordinadas al Führer.
Si bien de orígenes piadosos – Hitler fue católico y Stalin seminarista – ambos rechazaban cualquier intromisión de la iglesia en los asuntos mundanos. Particularmente si era ejercida en defensa de los derechos humanos. No toleraban la competencia de un Poder superior y aspiraban a constituir sus sistemas de dominación sobre la base espiritual de religiones ateas. La estatolatría como religión, el partido como su iglesia. El caudillo, coronando la santísima trinidad del Poder.
Que ni Stalin ni Hitler consiguieran arrancar del alma de sus pueblos el sentimiento religioso, capaz de resistir campos de concentración, asesinatos en masa y genocidios sin precedentes, demuestra la profundidad milenaria, cultural, antropológica sobre la que se asienta la fe.
La porfía y la tenacidad con que los regímenes totalitarios insisten en pretender aniquilarla, la estupidez de sus gestores.
Era lo que faltaba para completar el lamentable y patético cuadro de esta revolución contrarrevolucionaria: encubrir sus desmanes y desafueros, su inescrupulosidad y su inmoralidad sin límites, su incapacidad gerencial y su insólita inoperancia escudándose en el patrioterismo, y simultáneamente desatando su rencor y su odio contra el catolicismo nacional al atentar cobárdemente y a la sombra del anonimato contra sus figuras más venerables: la Virgen, Madre de Dios. Se equivoca si cree que por esos medios apacigua la justa indignación nacional. Por el contrario, manifiesta la impotencia de un régimen que naufraga a la deriva, desnudado en sus propósitos totalitarios, cómplice de naciones forajidas y grupos narco terroristas y blanco de la observación internacional, que se prepara a juzgarlo.
Saciar su odio, por ahora, en los símbolos de nuestra religiosidad, muestra una tendencia en extremo peligrosa. Desencajar la convivencia pacífica para impedir que la historia – que comienza a juzgarlos – se cumpla de manera inexorable en un futuro cercano. Los molinos de los dioses muelen despacio, cantaba Homero. En Venezuela ya culminan su faena. Que cuando les llegue la hora, Dios los encuentre confesados.
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