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viernes, 20 de mayo de 2011

ALBERTO MEDINA MÉNDEZ: EL ATAJO DE LA PEREZA.(DESDE ARGENTINA)

Es increíble como venimos perdiendo la batalla. La desidia le ha ganado al esfuerzo, la apatía viene triunfando por sobre el esmero. Es que hemos desarrollado, como sociedad, una peligrosa tradición, engañosa, ruin e inmoral, por cierto.

Se ha instalado una dinámica que consiste en generar resultados sin hacer los méritos suficientes. Entonces, lo fácil se impone a lo complejo y lo confortable deja de lado los escollos razonables, esos que anteceden siempre al triunfo.

NO A LA APATÍA SI A LA LUCHA
En el pasado, el éxito era la consecuencia natural del esfuerzo, el corolario esperable después de tantas buenas acciones. Antes se trataba de avanzar, en base a ser consistentes, sólidos, perseverantes y sobre todo honestos.

Hoy parece que cierta cultura a contramano, dice que no es necesario generar riqueza para tenerla, alcanza con que otro la produzca, y luego solo elegir gobernantes funcionales al saqueo para que la estrategia del despojo a los que se esfuerzan permita subsidiar a los que no lo merecen, a los que no han hecho lo suficiente para conseguirlo.

La inercia parasitaria acomete decididamente en todos los frentes, y lo más grave, es que encuentra legitimación por doquier. Se ha convertido, paradójicamente, en el discurso políticamente correcto. Han caído en el juego fácil de declarar inválidos a los incapaces, convencerlos de ello, para quitarles hasta su dignidad. Solo merecen dádivas, regalos, son demasiado poca cosa para poder conseguir su sustento. Esa es la filosofía que predican los benefactores, esos que distribuyen los dineros ajenos como si fueran propios.

El desgano sigue festejando. Está convencido que puede lograr cualquier cosa, y que para ello, no precisa mover siquiera un dedo. Alcanza con reclamar, protestar, quejarse y ser muy eficiente a la hora de elegir el blanco de sus reproches.

El sistema de premios y castigos está en plena confusión. Y es que a nuestro alrededor se ha hecho verosímil esto de que se logran alcanzar las metas sin sacrificio alguno, sin esmero, sin dedicarse a nada en concreto.

Muchos parecen haber logrado reunir fortunas, obtener victorias rápidamente, sin más empeño que el de conseguir el favor público o solo cobijarse en el calor del poder para armar el negocio “oportuno”.

Estamos transmitiendo un nefasto discurso a las generaciones que vienen. Jugamos al límite y ponemos en duda la escala de valores de la que no debimos apartarnos ni siquiera en épocas de abundancia. Le estamos diciendo a todos, que no es necesario esforzarse para lograr la meta, que no es preciso trabajar de sol a sol, que alguien puede producir por nosotros, y que los derechos son más importantes que las obligaciones.

Hemos entrado en el sinuoso camino de ufanarnos de nuestra abulia, de afirmar que no es preciso levantarse temprano, que da lo mismo hacerlo un poco más tarde, que es suficiente con tener necesidades para que alguien deba ocuparse de ellas con su sacrificio.

Se trata de un riesgo desproporcionado, porque terminamos alentando a la vagancia, fomentando la holgazanería, a veces sin siquiera razonarlo de este modo. Algunos siguen confundiendo sensibilidad con necedad.

Ser solidario, comprensivo, es una elección personal, una opción voluntaria e intransferible, y no implica aplaudir a los remolones sino premiar a los que trajinan a diario. Cuando comprendamos que la indolencia no tiene justificación, y que la ausencia de oportunidades no habilita a cruzarse de brazos, tal vez tengamos alguna chance de revertir esta patética tendencia.

Este esquema es centralmente inmoral. Que los que se esmeran deban financiar a los que no lo hacen es un despropósito. Y que los que han desarrollado un culto de la pereza, tengan además el privilegio de recibir aplausos, mientras insultan a sus sostenedores, es realmente un desatino.

Es posible que durante algún tiempo podamos mantener esta parodia, pero debemos ser absolutamente conscientes de que esto no es sustentable en el tiempo. Un sistema que pretende perdurar sobre la base de que algunos producen y otros son subsidiados por los primeros, alienta a que el primer grupo sea cada vez más pequeño, y que el segundo crezca empujado por los naturales incentivos de recibir todo sin aportar demasiado.

Cuando los años se sucedan y el tiempo transcurra, un buen día, nos daremos cuenta del error que estamos cometiendo como sociedad. Sobre las ruinas de esa comunidad, tomaremos nota de que nos hemos empobrecido no solo económicamente, sino también en nuestro mayor capital, la integridad.

Estamos a tiempo de reaccionar. No esperemos que los que duermen la siesta, sean los que den el primer paso. Ellos son los beneficiarios de este perverso juego. Los que deben revelarse, los que pueden cambiar el rumbo, son esos que están llamados a transformarse en la locomotora de la sociedad, los que se esfuerzan, los que han decidido darle dignidad a sus logros y no aprovecharse del esmero ajeno para tirar su honor a la basura. Esos que se quedaron sin orgullo, los que ya no tienen ni autoestima, ni amor propio, seguirán eligiendo, seguramente, el atajo de la pereza.
  
amedinamendez@gmail.com
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