Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa atacan de nuevo. Después de conseguir un enorme éxito con su Manual del perfecto idiota latinoamericano... y español, este trío de agudas plumas hispanoamericanas vuelve a lanzar sus afilados dardos contra todos aquellos que están detrás de las causas de la pobreza en el Tercer Mundo, especialmente en la América hispanohablante.
El libro, escrito con un verbo ágil y ameno, pasa revista a lo que ha sido la historia de la pobreza y del atraso en Latinoamérica, una zona del mundo que, en las primeras décadas del siglo XX, contaba con países con el mismo grado de desarrollo económico y social que España, e incluso superior, pero que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial parece haber perdido el tren de la prosperidad, que ahora intenta recuperar.
Desde sus primeras páginas, Fabricantes de miseria parece una provocación. Una provocación porque desvela sin tapujos ni miramientos lo que hay detrás de la miseria en Latinoamérica. No se trata sólo de presentar esas imágenes de pobreza y penuria en el Nuevo Continente que cada cierto tiempo golpean nuestras conciencias, sino de profundizar en tan triste realidad para desenmascarar a los verdaderos villanos de la trama.
Los tres autores de esta obra huyen de la demagogia fácil, tan al uso todavía hoy. No culpan de la pobreza al capitalismo, ni a la globalización, ni buscan cabezas de turco donde las encuentran los Robin Hood miopes que han proliferado en las últimas décadas por todo el mundo y que, con más o menos audiencia, siguen lanzando sus mensajes falsificadores de la verdad. Por el contrario, Mendoza, Montaner y Vargas Llosa ponen el dedo en la llaga y relatan con la misma precisión que un maestro relojero suizo cuál es la naturaleza real de las causas de la miseria. En su texto, por supuesto, se habla de los gobiernos, ese denominador común de todos los países que viven o han conocido el atraso.
En Latinoamérica, el poder político, con sus prácticas antieconómicas, es una referencia necesaria para comprender el fenómeno de la pobreza. Recuérdese, por ejemplo, aquella política económica denominada industrialización sustitutiva de importaciones, que con tanto entusiasmo pusieron en marcha en la década de los setenta, y que cercenó de raíz las posibilidades de desarrollo y modernización de las naciones que la sufrieron, al impedirles acceder a los últimos avances tecnológicos. Así se deterioró su eficiencia económica y su capacidad de competir, hasta tal punto que la región perdió un terreno considerable en el contexto económico mundial. El resultado de semejante desatino fue una inflación galopante que empobreció a todos y un endeudamiento tan brutal que dio lugar a la crisis de la deuda latinoamericana de la década de los ochenta, cuyas consecuencias todavía se siguen pagando.
Junto a los gobiernos están los políticos, tan amigos del clientelismo y de la corrupción con tal de mantenerse en el poder a cualquier precio y de paso, si se tercia, enriquecerse. ¿Hay alguien al que no le venga a la mente la imagen del México del PRI, donde la corrupción está a la orden del día y donde la presión de los grupos de poder impide el desarrollo económico y social de la nación azteca? En este repaso tampoco conviene olvidar a los militares, tan amigos de las asonadas y de las soluciones a golpe de fusil. El estamento castrense se cree llamado a salvar la patria, en una visión mesiánica de su papel en la sociedad que luego enmascara la defensa de intereses y privilegios ocultos. La libertad queda demonizada en nombre de la disciplina, el orden y la estabilidad, cuando los ejércitos en Latinoamérica son uno de los principales elementos de desestabilización.
A continuación vienen los agentes sociales, es decir, los empresarios y los sindicatos. En las naciones avanzadas, el empresario es el principal motor del desarrollo y del bienestar de la sociedad. Asume riesgos, invierte, se lanza a competir y sabe que los beneficios de la productividad deben extenderse a todos, en forma de mejores remuneraciones, en lugar de buscar el privilegio del monopolio de la concesión administrativa o los salarios bajos que, en el mejor de los casos, eliminan los estímulos de los trabajadores para mejorar su productividad y, en el peor, alimentan la protesta social que tanto daño causa a la estabilidad económica y política sobre la que se sustenta la prosperidad de un país. Pero los sindicatos tampoco se quedan atrás, como sabemos muy bien en España por las experiencias de la década de los ochenta. A las centrales sindicales les cuesta entender que el bienestar de todos pasa por la colaboración, no por el enfrentamiento permanente con la empresa, por las reivindicaciones abusivas que impiden la capitalización y modernización de las empresas y terminan por destruir el empleo y el bienestar en lugar de fomentarlo.
Las críticas vertidas hasta aquí probablemente son compartidas por una amplia mayoría de personas, aunque sin duda habrá discrepancias en algunos puntos concretos. Pero Fabricantes de miseria no se detiene en estos lugares comunes y embiste también contra las vacas sagradas que están detrás de la pobreza. A muchos les resultarán difíciles de leer las críticas vertidas contra las tan bienintencionadas órdenes religiosas. Pero hay que ser consciente de que una cosa es predicar la virtud de la caridad y la dignidad del ser humano, y otra muy distinta que las soluciones que se proponen sean las más adecuadas para salir de la pobreza. No son los principios lo que está en tela de juicio, sino unos medios que no justifican los fines a la vista de los resultados perversos que provocan.
El mundo intelectual tampoco está libre de pecado, por muchas piedras que siga tirando. Piedras muy dañinas por cuanto van siempre envueltas en la toga del academicismo y coronadas con el birrete de la verdad científica e incuestionable, que luego resulta ser una gran falacia. Se difunden una y otra vez mensajes equivocados, unas veces porque la ideología de los ilustres profesores les impide ver más allá de sus narices, y las más porque el orgullo y la soberbia son monedas de cambio habituales entre aquellos que deshonran el espíritu universitario porque no buscan el saber sino la satisfacción de su vanidad. ¡Cuántas veces hemos visto esta actitud en la Universidad española!
¿Y los intelectuales? Bueno, ya sabemos que los intelectuales, que se dicen capaces de comprender el mundo en toda su complejidad y de desentrañar los secretos más recónditos del alma humana, predican con el ejemplo viviendo como burgueses y denostando las comodidades de que disfrutan, criticando los sistemas que les proporcionan toda suerte de comodidades y que llevarían el bienestar y la prosperidad a quienes de verdad padecen todo tipo de carencias.
Por último están los solidarios. ¡Qué grandeza hay en sus discursos! ¡Qué altura de miras! ¡Qué nobleza de sentimientos! Pues bien, a qué gigantescos errores dan pie, errores que mantienen en la miseria a legiones y legiones de seres humanos... Esa es la verdad. La palabra solidaridad bucea en lo más hondo del corazón del hombre para buscar en él lo mejor del ser humano, pero cuando se convierte en adjetivo del vocablo política, su significado se pervierte. Porque entonces, justamente, lo que se olvida es cualquier verdadera solidaridad, y las medidas que se toman en pro de los humildes terminan por hundirles aún más en su condición.
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