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domingo, 15 de agosto de 2010

MITO: EL LIBERALISMO CLÁSICO ES ANTI-DEMOCRÁTICO, CARLOS FEDERICO SMITH

Carlos Federico Smith es un frecuente colaborador de la Asociación Nacional de Fomento Económico de Costa Rica (ANFE).

En cierta manera el liberalismo clásico no endosa como tal al sistema político conocido como democracia, pero, más que rechazarlo, le reconoce méritos propios que hacen que muchos liberales se sientan como tales, además de demócratas. Los liberales clásicos suelen formular importantes observaciones acerca de la forma en que el sistema político democrático puede distorsionarse y dar lugar a daños imprevistos.

Como punto de partida es necesario aclarar el ámbito conceptual del liberalismo clásico, diferente de aquél de la democracia. Mientras que el primero trata acerca de las funciones que debe realizar el gobierno y en particular de las limitaciones de los poderes públicos de todo tipo de gobierno, la democracia trata acerca de quién debe dirigir el gobierno. Bajo la concepción liberal, la democracia no puede considerarse como irrestricta, sino que, como cualquier otra forma de gobierno, debe ser objeto de limitación en sus poderes. Por tanto, la apreciación de algunos de que una mayoría —que en una democracia es la que procedimentalmente define la toma de decisiones gubernamentales— no debe tener limitación alguna, es rechazada por el liberalismo clásico, el cual señala que hay principios, ya sea establecidos en una Constitución o bien mediante su aceptación general, que limitan la legislación que puede aprobar una mayoría. Señala Hayek que “los liberales consideran muy importante que los poderes de cualquier mayoría temporal hállense limitados por principios. Para el liberal, la decisión de la mayoría deriva su autoridad de un acuerdo más amplio sobre principios comunes y no de un mero acto de voluntad de la circunstancial mayoría” (Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, Madrid: Unión Editorial S. A., 1975, p. 120-121).

Popper destaca la característica más positiva de la forma de gobierno democrática, al señalar que “Personalmente, prefiero llamar ‘democracia’ al tipo de gobierno que puede ser desplazado sin violencia y ‘tiranía’ al otro” (Karl Popper, Conjeturas y refutaciones: El desarrollo del conocimiento científico, Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica S. A., 1967, p. 413). Años después amplía esta idea al escribir que la “única justificación moral (de la democracia es hacer todo lo posible para evitar que ocurra una dictadura). Las democracias… no son soberanías populares, sino, por encima de todo, instituciones equipadas para defendernos de la dictadura. No permiten el gobierno dictatorial, una acumulación del poder, sino que buscan limitar el poder del estado. Lo que es esencial es que una democracia… debería mantener abierta la posibilidad de deshacerse del gobierno sin derramamiento de sangre, si no logra respetar sus derechos y sus obligaciones, pero también si nosotros consideramos que su política es mala o es errónea” (Karl Popper, “Reflexiones sobre teoría y práctica del Estado democrático”, conferencia dada en Munich, Alemania, el 9 de junio de 1988, y reproducida en Karl Popper, La lección de este siglo, Argentina: Temas Grupo Editorial SRL, 1998, p. 108. El paréntesis es mío).

De paso, es por opiniones como ésta de Popper de donde surge mi aprecio personal por los sistemas democráticos basados en el parlamento (o parlamentarismo), bajo el cual es más fácil reemplazar gobiernos que prosigan políticas malas o inconvenientes, en comparación con democracias no parlamentarias, en que el poder ejecutivo puede ser cambiado tan sólo mediante elecciones formalmente convocadas con cierta periodicidad preestablecida. Si alguien duda de esta gran virtud del parlamentarismo, puede pensar en lo sucedido recientemente en Honduras, pues, de haber existido un sistema democrático parlamentario, podría ser que el cambio de gobierno conveniente se hubiera realizado sin mayores dificultades institucionales, como las experimentadas recientemente. Incluso la posición asumida por naciones europeas, en donde hay sistemas de gobiernos parlamentarios, ante lo que han denominado como golpe de estado en Honduras, tendría que variar, pues, como suele suceder en muchos de esos países, cambian con frecuencia sus gobiernos sin que se considere un golpe de estado.

Un destacado pensador liberal considera que el gran mérito de la democracia de sustituir al gobierno sin que medie un derramamiento de sangre es “un ideal por el cual vale la pena luchar hasta el máximo, porque es nuestra única protección… contra la tiranía” (Friedrich Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 3: The Political Order of a Free People, Chicago: The University of Chicago Press, 1979, p. 5).

Los liberales no somos anti-democráticos en cuanto el sistema de gobierno democrático esté sujeto a limitaciones. Apreciamos que la opinión expresada por una mayoría debe servir como guía para la toma de decisiones públicas y que la legitimidad de tal poder de coerción deviene de un principio que ha sido aprobado por al menos una mayoría, pero ello no le otorga un poder ilimitado a una mayoría. Los principios generales aprobados por una mayoría definen para los individuos los mandatos que deben acatar de forma que se mantenga la viabilidad de un orden social. El punto esencial es que el gobierno debe tener un número delimitado de acciones que puede llevar a cabo, de forma que permitan la formación de un orden espontáneo. La lucha del liberalismo ha sido por lograr instituciones que prevengan todo tipo de ejercicio arbitrario del poder, tal que definen el grado de coerción aceptable para los individuos, como son “la separación de poderes, la regla de la soberanía de la ley, un gobierno sujeto a las leyes, la distinción entre el derecho público y el derecho privado y las reglas de los procedimientos judiciales. (Estos principios) sirvieron para definir y limitar las condiciones bajo las cuales era admisible cualquier coerción a los individuos. Se pensó que la coerción se justificara tan sólo en términos del interés general… de acuerdo con reglas uniformes aplicadas a todos por igual” (Friedrich Hayek, Ibídem, p. p. 99-100).

Hay dos puntos adicionales a los cuales deseo puntualizar en torno a la relación entre un gobierno democrático y un orden liberal. El primero se refiere al principio democrático de que la mayoría es la forma de decisión aplicable a los asuntos públicos. Eso no significa que lo que puede ser la mayoría en un momento dado, deba ser el punto de vista permanente de la generalidad de los ciudadanos; por el contrario, en un sistema democrático lo que en un momento dado se puede considerar como un punto de vista minoritario, el día siguiente bien puede convertirse en posición mayoritaria. Esta es la esencia de la toma de decisiones en un sistema democrático: que la minoría pueda convertirse libremente, en cierto momento, en una mayoría.

La segunda observación que deseo comentar parte de una cita del pensador liberal católico, Lord Acton, acerca del riesgo de que la democracia degenere en totalitarismo, riesgo que se presenta cuando “El verdadero principio de la democracia, de que nadie tendrá poder sobre la gente, es tomado para dar a entender que nadie estará en capacidad de limitar o escapar de su poder. El verdadero principio democrático, que la gente no será obligada a hacer lo que no le gusta, es tomado para dar a entender que nunca se le requerirá que tolere lo que no le gusta. El verdadero principio democrático, que el libre albedrío de todos los hombres será tan libre como sea posible, es tomado para dar a entender que el libre albedrío del pueblo como colectividad no será encadenado de forma alguna” (John Emerich Edward Dalberg, Lord Acton, “Sir Erskine May’s Democracy in Europe”, en The History of Freedom and Other Essays, editado por John Neville Figgis y Reginald Vere Laurence, Londres: Macmillan, 1907, p. p. 93-94).

El peligro de tal degeneración puede descansar en que, si sus poderes no se limitan, en vez de servir al objetivo determinado por una mayoría que se presume es generalmente aceptado, más bien se dedican a servir las demandas que pueden ejercer multiplicidad de intereses específicos. No hay duda de que la democracia está expuesta a la presión para que otorgue beneficios particulares, de forma que la mayoría del momento, a fin de preservarla, está dispuesta a otorgar privilegios a cada grupo particular que así lo demande.

El freno puede estar en que la mayoría del momento esté vedada de otorgar beneficios discriminatorios a grupos o individuos específicos, pero, como resume Hayek, “la raíz del conflicto está en que en una democracia ilimitada quienes poseen poderes discrecionales se ven forzados a usarlos, ya sea que lo deseen o no, para favorecer grupos políticos particulares de cuyo voto cambiante dependen” (Friedrich Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. 3, Op. Cit., p. 139). Por ello, un buen principio liberal me parece que es valorar al sistema político democrático como la forma más eficiente actualmente descubierta para poder cambiar un gobierno sin que medie la violencia, pero teniendo siempre muy presente la posibilidad de que, si no se le limita en sus poderes, degenere en un gobierno totalitario.

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