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sábado, 28 de agosto de 2010

JEFFERSONIANISMO, TOMADO DE CRONICASGALLEGAS.BLOGSPOT.COM

Thomas Jefferson fue junto con su tocayo Thomas Paine el teórico político que después de John Locke más influyó en el pensamiento liberal de los Estados Unidos y de la Vieja Europa. Tras el triunfo de la Revolución en Francia, el Marqués de La Fayette, que había combatido con los americanos en la Guerra de Independencia, envió un presente a su antiguo camarada de armas y ahora correligionario, George Washington: las llaves de la prisión real de la Bastilla.

Decía un anónimo francés de la época que “nadie puede dudar de que los principios políticos americanos abrieron las puertas de la Bastilla: esta llave vuelve al lugar que le corresponde”.

Sin duda que tanto Jefferson como Paine fueron los principales inspiradores de los revolucionarios franceses. Ambos visitaron Francia e intercambiaron pareceres con los intelectuales del país, Jefferson fue embajador de los Estados Unidos ante el Rey de Francia de 1785 a 1789, Paine participó en los trabajos de redacción de la Constitución francesa de 1795. Pese a las críticas recibidas por adherirse a la Revolución de 1789, ninguno de los dos apoyó la posterior dictadura jacobina tras el derrumbe de la Monarquía de los Borbones. Paine fue encarcelado por causa de denunciar las prácticas abominables de los jacobinos. Jefferson, por su parte, defendía un republicanismo totalmente distinto del que promovían Robespierre, Marat o Danton, que bebían de la teoría comunitarista de Jean-Jacques Rousseau. Rousseau basaba su contrato social en las polis griegas, mientras que Jefferson admitía que ciertas muescas de identidad del republicano clásico, como la preferencia por el sistema de oligarquías o el de las mayorías, podrían convertirse en una amenaza para la libertad individual. En palabras de un republicano liberal como Benjamin Constant; “la independencia individual es la primera necesidad de los modernos, por lo tanto no hay que exigir nunca su sacrificio para establecer la libertad política. En consecuencia, ninguna de las numerosas y muy alabadas instituciones que perjudicaban la libertad individual en las antiguas repúblicas, resulta admisible en los tiempos modernos”.

En la América revolucionaria la República era adorada como el régimen que combinaba la libertad con la igualdad; la sociedad libre con la igualdad ante la ley –no mediante la ley, a diferencia de lo que postulaban los seguidores de Rousseau-, la República era a fin de cuentas el gobierno de la virtud. A la República, sostenedora de la libertad, se contraponían la democracia y la monarquía. No es de extrañar que la palabra “democracia” no aparezca en la Declaración de Independencia o en la Constitución federal; los Padres Fundadores estaban fuertemente influenciados por los ideales de la República Romana y de las corrientes cristiano-protestantes y entendían la democracia como el mal antagónico de la monarquía: si la monarquía era la tiranía de un solo hombre la democracia era la tiranía de la mayoría de los hombres. Por eso mismo la Constitución, pese a la paradoja, es una norma que establece un gobierno democrático sin referirse expresamente a la propia democracia.

Con el triunfo de la Revolución, Jefferson y Madison formaron el Partido Republicano, que luego se convertiría en el Republicano-Demócrata. Como antítesis de Jefferson y los Antifederalistas estaban Alexander Hamilton y sus Federalistas. Inicialmente James Madison y John Adams formaban parte de la corriente federalista, pero luego se pasaron al partido de Jefferson. El Federalismo era una corriente ideológica marcadamente influenciada por el sistema británico, su principal promotor, Hamilton, abogaba por un gobierno central fuerte capaz de deshacer las resistencias estatales como si se tratasen de un terrón de azúcar introducido en agua, defendía el mercantilismo, esto, la promoción por parte del gobierno federal de ciertos sectores económicos considerados de interés nacional, así como una política comercial sustentada en elevados aranceles y una política exterior que a posteriori quedaría enmarcada dentro de la doctrina Monroe: “América para los americanos”. Hay quien dice que el movimiento paneuropeo tiene a El Federalista como libro de cabecera y que Jean Monnet sería el equivalente de Hamilton en la Europa de 1950, lo cierto es que las doctrinas hamiltonianas son tan antiamericanas como enemigas de la tradicional configuración descentralizada del continente europeo.

Al final, las ideas de Hamilton triunfaron pese a la desintegración del Partido Federalista y el acceso a la presidencia de Jefferson y Madison, que aminoraron el inicial entusiasmo federal creado en torno a la figura de Washington. Henry Clay recicló el planteamiento hamiltoniano y lo convirtió en el programa del Partido Nacional Republicano, mientras John Quincy Adams y Andrew Jackson, uno republicano y otro demócrata, mandaban al traste los logros conseguidos durante la etapa del tándem Jefferson-Madison en la Casa Blanca.


En pleno apogeo de la Democracia jacksoniana Abraham Lincoln, un abogado whig de Kentucky, trató de darle un impulso político al American system sabiendo las pocas posibilidades que su mentor Clay tenía dentro del Partido Republicano; así recordó Abe su compromiso con el nacionalismo económico en una reunión del Grand Old Party en 1832, con motivo de su candidatura a congresista: “Soy el humilde Abraham Lincoln […].Mi programa es breve y dulce como el baile de una mujer vieja. Estoy a favor de la banca nacional, del sistema de mejoras internas y de una aduana proteccionista”. He ahí las tres vigas maestras propuestas por Hamilton, desarrolladas por Clay y ejecutadas por Lincoln y el Gran Triunvirato whig del Senado -el mismo Clay, John C. Calhoun en su etapa nacionalista y Daniel Webster-: mejoras internas –internal improvements- a modo de estímulo sobre sectores estratégicos como el ferrocarril, los canales o las carreteras, que a su vez servirían para reforzar intereses nacionales en detrimento de los estatales, tarifas arancelarias de entre el 20% y el 25% a las importaciones extranjeras a modo de protección frente a la competencia exterior, así como impuestos directos federales, y como colofón una banca central controlada por el gobierno federal, encargada de ejecutar una política crediticia expansiva destinada a financiar el creciente presupuesto federal mediante el peor tributo posible: la inflación.

La doctrina política jeffersoniana se basaba en los States’Rights, o derechos de los estados, como garantía de un gobierno federal “frugal y sencillo” y de un poder descentralizado y mayormente local. De ahí que se hiciesen llamar Antifederalistas. La expresión democracia representativa sintetizaba el republicanismo democrático y radical, teniendo por valores supremos la libertad y la responsabilidad individual y la igualdad ante Dios y ante la Ley. Jefferson recelaba de las grandes empresas, de la banca y de la aristocracia burguesa de las grandes ciudades. Prefería la propiedad pequeña y mediana, la que mayoritariamente existía en el mundo rural.


Hay quien ha querido ver en esta postura una especie de alegato anticapitalista por parte del virginiano, pero lo cierto es que Jefferson no conoció en vida la teoría económica que formuló Karl Marx, que fue quien acuñó el término capitalismo, en un sentido crítico. Al contrario, los jeffersonianos han sido desde siempre librecambistas, simpatizantes del laissez-faire y, como defendía Adam Smith, partidarios de un control gubernamental a fin de evitar los posibles abusos sobre el consumidor y las influencias sobre los políticos por parte de las grandes empresas –argumentos ambos esgrimidos por la Sherman Antitrust Act de 1890-.


Del mismo modo los demócratas jeffersonianos eran partidarios de la banca privada y del dinero seguro y no inflacionario, por esa misma razón Jefferson echó el cierre al Primer Banco Nacional, años más tarde, en 1833, el controvertido Andrew Jackson haría lo propio con el Segundo Banco Nacional.

Tras la Guerra Civil los demócratas jeffersonianos que habían apoyado la causa de los Estados Confederados –durante la contienda los confederados habían abrazado el proteccionismo que tanto aborrecían, practicando una suerte de "socialismo de guerra"- cayeron en desgracia. Entre 1865, año de la muerte de Lincoln y el triunfo de la Unión, y 1923, cuando el progresista John Calvin Coolidge reemplaza al fallecido Warren Harding, se sucede una mayoría republicana en la Casa Blanca. Tan sólo dos presidentes no conservadores: Andrew Johnson, del ala radical y anti-lincolniana del Partido Republicano, y Grover Cleveland, demócrata y presidente en dos ocasiones no consecutivas. La debacle sureña había traído el triunfo definitivo del Federalismo de Hamilton y del American system de Clay, aunque será un demócrata, Woodrow Wilson, quien resucitará la idea de una banca central. Los cuatro mandatos del incombustible Franklin Delano Roosevelt son el punto de inflexión en la historia de los Estados Unidos por que suponen la aplicación intensiva del ideario federalista: centralismo político, auge del proteccionismo económico, grandes proyectos de obras públicas, intervención en la II Guerra Mundial. La posguerra trae consigo el fin de la Old Right y el surgimiento de un nuevo conservadurismo republicano que en las cuestiones de estado defiende lo mismo que el progresismo demócrata.


Es con la candidatura presidencial de Barry Goldwater cuando el ideario jeffersoniano vuelve a la vida pública. Los años de Ronald Reagan en el 1600 de la Avenida de Pennsylvania suponen una vuelta los principios fundacionales de la nación, pero como alertó James M. Buchanan, durante la década de 1980 los liberales “se durmieron en los laureles”. Es con el despegue del neoconservadurismo de G.W. Bush y del progresismo de Barack Obama cuando los liberales de América y del resto del mundo, particularmente de España, se animan a salir de la trinchera. Jefferson, 200 años después, está más vivo que nunca.

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