Es
loable y plausible aquella persona que, ante una situación desagradable, miedo,
angustia, desesperación, rabia, opta por meditar antes sus reacciones.
Las
precipitaciones en este sentido son las que abundan. Nos enrumbamos enseguida
por un camino plagado de abrojos y de obstáculos para luego, muchas veces al
final, detenernos un poco y pensar con sensatez y decirnos para nuestros
adentros: ¿Qué estoy haciendo?.
Lo
vemos a cada instante en la calle, el hogar, el trabajo y hasta en “Cámara escondida”.
Reaccionar
sensatamente no es tan fácil porque acude a la cabeza un flujo de sangre que
por sí sola ya es ingobernable y por ende autónoma y atrapa en su camino
desenfrenado, las pulsaciones del corazón que también se deja influenciar por
lo que acabamos de “presenciar”. En estos momentos somos capaces de gritar,
golpear, saltar, correr, herir y hasta de matar. Esas sustancias segregadas en
el cerebro actúan enseguida, a velocidades sorprendentes. Nos opacan la visión
y la capacidad de pensar, reflexionar, escuchar, nos tiran de bruces por un
acantilado profundo del cual es difícil salir.
Muchas veces no hay retorno, otras sí lo hay.
Cuando
todo vuelve a la normalidad y la “droga” que activó aquella reacción se
desvanece, llega la hora de los arrepentimientos. Las disculpas.
Pero
en muchos casos se pone de por medio el orgullo, ese pecado capital enorme
instalado en algunas mentes, que nos pone una alcabala o barrera que nos
bloquea la posibilidad de pedir esas disculpas por las palabras dichas y las
reacciones asumidas en aquel momento aciago influenciado por la “droga” que
actuó sobre el cerebro límbico. Quizás, algunas veces, se aproveche este
episodio para poner distancia entre las partes actuantes, las cuales esperaban
una oportunidad así para deslindarse definitivamente de la otra persona. Más si en los planes de la primera ha estado
latente la búsqueda de esa oportunidad.
Antonio
López Villegas
altatribuna@yahoo.com.mx
@lopezvillegas7
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