Curiosa
campaña electoral la que estamos viviendo. En lugar de hablar del futuro, los candidatos del chavismo hablan del pasado y se aferran
desesperadamente a Chávez: "Chávez vive", repiten. Las loas al
"comandante eterno" maximizan su imagen mientras minimizan la figura del actual.
Quieren
crear una religión entorno a la figura de Chávez, como si pretendiesen vender
la idea de que va resucitar para venir a rescatarlos de los entuertos creados
por el líder que lo remplazó.
Pretenden
imitar el culto que los argentinos construyeron entorno a Perón, quien murió el
1 de julio de 1974 -hace 41 años- pero cuyo recuerdo aún gravita sobre la política argentina. Pero las
diferencias entre Chávez y Perón son notorias. El último llegó a gobernar una
nación que estuvo a punto de franquear la barrera entre en tercer mundo y el
primero. Cuando uno aterriza en Buenos Aires (Ezeiza) sobrevuela kilómetros y kilómetros repletos
de industrias. Y donde hay industrias, hay sindicatos. Ese era el secreto de Perón:
sindicatos, enormes y poderosos -que además adoraban a Evita- que le
sobrevivieron y que mantienen vivo su legado político.
Pero
el comandante eterno no cuenta con esa ventaja. En Venezuela hasta los
sindicatos fueron arrasados. Por eso Chávez murió y no será revivido. Quienes lo sustituyeron no tienen la
autoridad moral para alimentar ningún mito.
Además,
cayeron los precios del petróleo. Chávez llevaba una P de petróleo grabada en
la frente. Basó su campaña electoral en una crítica feroz contra PDVSA y la
Apertura Petrolera. Contó con la suerte de que el 2 de julio de 1997 estalla
una crisis en Bangkok que afectó a Tailandia, Malasia, Indonesia y Filipinas,
repercutiendo también fuertemente en Taiwán, Hong Kong y Corea del Sur y en
menor grado a Japón e incluso a Singapur. Se la denominó la "primera gran
crisis de la globalización". Aquello provocó una caída inesperada en la
demanda mundial de petróleo, que disminuyó en dos millones de barriles diarios
con respecto a lo esperado. El resultado es que se desplomó el precio de los
hidrocarburos.
En Venezuela el impacto fue brutal. En su peor
momento la cesta venezolana llegó a 7 dólares el barril. Muchos creyeron que
Chávez lo había previsto y que era un genio. Su popularidad creció como la
espuma y en diciembre de 1998 arrasó en las elecciones. Ocurrió entonces otro fenómeno. La fuerte
caída de los precios del petróleo estimuló una aceleración de la economía
mundial y una rápida recuperación de los
países afectados por la crisis, con lo
cual se restableció la demanda y se fortalecieron los precios.
En
los años siguientes Chávez navegó sobre una ola de precios petroleros nunca
antes imaginados. De 7 dólares el barril
llegaron a 116 dólares. Nunca
entendió aquel líder que la característica fundamental de los precios del
petróleo es su volatilidad y, en lugar de aprovechar aquel maná caído del cielo
para promover una economía sustentable capaz de resolver de manera permanente
los problemas sociales, se embarcó en políticas marcadamente populistas que
lograron su objetivo: lo transformaron en un fenómeno político que lucía
invencible. Pero en realidad era un
ídolo con pies de petróleo, quiero decir de barro.
El
sucesor de Chávez se encuentra ahora con dos problemas insuperables: Ya no está
el comandante, ni tampoco cuenta con los ingresos petroleros que aquel
disfrutó. En la actualidad cayeron hasta uno 40 dólares. Sin esos dos
elementos, el legado que intenta mantener vivo ya no es viable.
La
economía se hunde en problemas insuperables (al menos dentro del actual
modelo): Venezuela padece la inflación más alta del mundo, el déficit fiscal
resulta inmanejable, el bolívar fuerte se ha transformado en una de las monedas
más débiles del mundo, la escasez –con un aparato productivo destruido por tres
quinquenios de expropiaciones, controles y políticas irracionales- resulta insoportable, las colas que padecen
los venezolanos cada día también lo son, ya no hay dólares, sin materias primas
ni repuestos la industria se viene abajo, el PIB cae a niveles nunca antes
imaginados (10% según estima el FMI), la inseguridad es rampante, faltan las
medicinas, la salud y la educación
destrozadas, el endeudamiento del estado y de sus empresas es abrumador, al
país se le ha cerrado el crédito, PDVSA está severamente dañada, además la
crisis eléctrica y la falta de agua agobian a Venezuela entera, al igual que la
corrupción, la ineficiencia y el dogmatismo. La lista de los problemas es casi
infinita. Es una crisis inducida por el populismo y el marxismo. Culpar de
ellos a la “derecha maltrecha” o a una "guerra económica" supone
presumir que el pueblo es idiota.
Y
no lo es. Las encuestas nos dicen que la popularidad del actual gobernante ha
caído a niveles deprimentes. Según José Antonio Gil -de Datanálsis- entre el
2012 y el 2015, el chavismo se ha reducido a la mitad. Y según nos dice la
encuesta Venebarómetro al mes de septiembre el 77,9% de los ciudadanos valoran
negativamente la gestión del gobierno de Maduro, el 89,3% piensa que la
situación del país es negativa y agrega la encuestadora: casi 9 de cada 10
venezolanos les gustaría que cambiara la conducción del país. Según la
encuestadora Hercon, a septiembre el 82,7% de los ciudadanos evaluaba
negativamente la gestión de Maduro, el
82,6% piensa que las cosas van por mal camino y responsabilizan por ello al
modelo impuesto por Nicolás Maduro. Según IVAD el 76,9% le tiene poca o ninguna
confianza al mandatario en tanto que la encuestadora de Alfredo Keller sostiene
que el 80% de los propios chavistas creen que un cambio es necesario.
Tres
hechos resultan pues incuestionables: Chávez murió, el petróleo cayó y Maduro
fracasó.
José
Toro Hardy
petoha@gmail.com
@josetorohardy
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