Dos
hechos aislados, de los muchos que ocurren en nuestra ciudad. Dos hechos que
describen la violencia, la indolencia, la deshumanización, la miseria y el
salvajismo que estamos padeciendo los venezolanos. El pasado fin de semana fui
testigo tácito de la impotencia que sentimos los ciudadanos de este país cuando
nuestros derechos son violentados abiertamente, ante la mirada indolente y
complaciente de un gobierno que solo se lava las manos –impregnadas de sangre-
o voltea el rostro perverso hacia otro lado, para desentenderse de los
destrozos que ocasiona el monstruo que ellos han creado.
El
primero de los casos lo protagonizó una doctora del Hospital Universitario. Su
relato es la estampa de lo que, a diario, viven pacientes y galenos de estos
recintos, lanzados al olvido por el régimen. Enfermos cuyas vidas penden, como
nunca antes, de un hilo extremadamente delgado…Son unos héroes nuestros médicos
que, además de la escasez de equipos, medicinas e instrumentos, ahora también
enfrentan los avatares de un hospital que, sin aviso y sin protesto, se queda
sin suministro eléctrico, poniendo en riesgo a pacientes que, como en el caso
que cuenta la doctora, sus cuerpos quedan expuestos en la mesa de operaciones
en medio del apagón. Enfermos cuyas esperanzas de vida se centran en esa
cirugía o ese trasplante, que son abiertos y vueltos a cerrar, sin que se haya
podido realizar la operación porque se fue la luz, las plantas eléctricas no
arrancan y Corpolec no reacciona con la rapidez que estas zonas estratégicas
requieren. Cirugías abortadas a mitad de camino que terminan en fracaso y
alumbradas por las linternas de los celulares de las enfermeras. ¿Acaso no parece
la descripción de algo que solo podría ocurrir en países con extrema pobreza?
Por
supuesto, como es de suponer, la doctora que vivió esta experiencia reflexiona,
con la impotencia y el dolor, que algo así despierta: “(…) ¿Qué pasó? Que el
paciente estuvo en una lista de espera, que fue anestesiado, que fue abierto,
manipulado, que no se pudo terminar el trasplante, que se quedó con su riñón no
funcional y que el riñón a trasplantar se perdió. Esto no debe suceder, esto es
inaceptable. Se vivió (…) una de las peores situaciones que pueden pasar, una
situación horrible. ¿Qué dirán los familiares? ¿Y el paciente? Despertarlo y
éste pensar que ya tiene su riñón; pero, que lamentablemente no sucedió. El que
estaba en la mesa operatoria no era ni un animal ni un muñeco: ¡era un ser
humano! Hago un llamado a la reflexión de todos en este país. Ya nos hemos
acostumbrado a la escasez, a la miseria, a la falta de medicamentos, a los
homicidios, a la delincuencia, las estafas y ¿también tenemos que aceptar estas
cosas que acabo de contar? ¡Yo creo que ya basta! Yo creo que ya está bueno el
circo de gobierno que tenemos que solo engañan y se lo calan dos clases de
gente: los muy ignorantes y los que están como los becerros pegados de las
tetas de la vaca, agarrando real parejo y el pueblo matándose por un pollo o
una harina pan”.
Habría
que ser indolente – ¿o un funcionario del gobierno?- para no solidarizarse con
los sentimientos de esta médico, y con todos los doctores que como ella luchan
para salvar vidas. Son unos mártires nuestros enfermos renales, cardiopatas u
oncológicos, que aguantan con estoicismo –o resignación- su turno para ser
operados. ¿Ocurre eso en el Hospital Militar? ¿Padeció Chávez en algún momento
de su penosa enfermedad las consecuencias de no aplicarse un tratamiento a
tiempo? ¿Tuvo su familia que bregar de farmacia en farmacia una sonda, un
catéter, una pastilla, gasas o hilo para sutura? No. Por supuesto que no. En
eso, el difunto presidente fue lo suficientemente excluyente y clasista. Como
remeda Nicolás, para quien es más importante destinar recursos milmillonarios
para los soldados de la frontera que para los hospitales del país, o para los
médicos que en ellos trabajan o para los profesores universitarios que se
encargan de preparar a nuestros profesionales futuros.
Y
mientras éste enfermo renal sigue luchando por su vida, otros venezolanos
también. Pero, por una razón totalmente distinta. Son esos compatriotas que, al
azar, son presas del hampa. Las víctimas de los secuestros express que, un
domingo cualquiera, se transforman en la fuente de ingresos cuantiosos para las
megabandas que pululan por la ciudad. Delincuentes madrugadores que salen
tempranito a pescar a sus incautos, cuyas familias –desesperadas, asustadas y
sin garantía de que les devolverán con vida al hijo o al esposo secuestrado-
hacen lo posible y lo imposible por complacer sus demandas. Hampones que ya no
piden bolívares porque, conscientes como están de la economía del país, son
expertos en devaluación. Piden dólares. Exigen euros. No cien, ni doscientos,
sino miles de ellos. Ruedan libremente por las calles de Caracas, luciendo su
poderío y agresividad, en camionetas mejor equipadas que las de los oficiales
encargados de velar por nuestra seguridad. Armados con un arsenal que sería la
envidia de cualquier cuerpo policial. Y juegan con el miedo. Con la psiquis y
la vida de la víctima. Disfrutan sembrando el terror. Torturan al secuestrado
ofreciéndole una muerte segura, pero llena de maltratos y dolor. Los amedrentan
con golpes en la cabeza propinados con las culatas de sus armas largas. Les
ofrecen cortarles las extremidades con una motosierra. Les hacen extender las
manos y les colocan una granada como quien entrega una moneda. El miedo de la
víctima aumenta. Horas de incertidumbre y de zozobra. Horas eternas para el
secuestrado, cuya vida dependerá de la solidaridad de la familia, de los amigos
y de los conocidos que removerán cielo y tierra para cumplir con las
exigencias… Un venezolano trabajador cuya vida puede terminar prematuramente si
el maleante “no está de buenas”.
Dos
historias distintas, pero en el fondo idénticas, que retratan las miserias de
un país donde lo absurdo se hizo cotidiano y, además, gobierna.
José
Domingo Blanco (Mingo)
mingo.blanco@gmail.com
@mingo_1
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