Los problemas de Venezuela lo deben resolver
los venezolanos, solía ser una afirmación de realpolitik latinoamericana,
desgranada con el cejo fruncido y el intelecto desbordado por el respeto a la
soberanía de los países. En tiempos del galáctico, los mandatarios regionales
preferían callar, contemplarse las uñas de las manos, o desembarazarse
distraídamente de las burusitas blancas que se pegan como garrapatas a las
medias, antes que adelantar una tímida respuesta frente los exabruptos a los
que eran sometidos quienes se atrevieran a decir esta boca es mía en la región.
El que se mete con nosotros se espina, (o algo parecido) y ¡zas! todos a ver
para el techo, no vaya a ser que la agarre conmigo. Sólo Alan García y Álvaro
Uribe tuvieron el empaque -desde la presidencia- para no dejarse amedrentar y
responder recio cuando interpelados desde Miraflores.
Mercosur, Unasur, Celac, la OEA, preferían
esconderse bajo las faldas del respeto a la soberanía de sus miembros, o tras
los pantalones de la libre determinación de los pueblos, antes que resistir
-así fuera tenuemente- la deriva autoritaria y antidemocrática del régimen
venezolano. La Carta Democrática Interamericana descansaba tranquila, sin que
nadie la hojeara al menos para sacudirle el polvo. Esos años han sido, sin duda
alguna, los más lastimosos y vergonzantes para la democracia regional y sus
gobiernos. Los años de la desvergüenza, podría ser el título de un trabajo que
relate lo que sucedió, o mejor dicho… lo que dejó de suceder.
Pero por más que los gobiernos se quisieran
desentender del tema-unos adrede y otros por complacencia- el caso venezolano
siempre terminaba dándole palmaditas por detrás en el hombro, distrayéndoles
fastidiosamente de su oficio de no enterarse. En la tristemente célebre reunión
de Unasur en Perú, luego de los ajustados -y cuestionados- resultados de las
elecciones presidenciales de 2013, los mandatarios se apresuraron -unos con más
disgusto interior que otros -a barrer bajo la alfombra el “tema Venezuela” nombrando
un grupo de seguimiento que no seguiría nada, y regresando a sus países
felicitándose mutuamente por la labor cumplida. Pero tragar sapos no es
saludable, y el temita regurgitaría una y otra vez hasta convertirse en la
madre de todas las gastritis políticas de la región que es hoy en día.
¿Qué ha cambiado? ¿Tuvieron una epifanía los
primeros mandatarios? ¿Los visitó su ángel de la guardia democrático mientras
dormían? ¿De allí su súbita, y bienvenida, preocupación por la transparencia
electoral en el país? Sucede algo mucho más mundano: Venezuela se ha convertido
en un problema político nacional en gran parte de Latinoamérica. Cuando eso
sucede, y los problemas externos se incrustan en las agendas políticas
nacionales, estallan las alarmas y los líderes empiezan a preocuparse por el
efecto que tendrá en su aprobación. Mientras más desaguisados se traman y
realizan en Caracas, más cunde el nerviosismo en el vecindario. Brasil declara
-vía su embajador en Guyana- que no aceptará conflictos en sus fronteras.
Proliferan los buenos oficios para
resolver el brete con Colombia. El cuarto de Tula cogió candela y todos quieren
apagarla antes de que se propague y se lo empiecen a cobrar en las encuestas.
El gobierno está en aprietos, sus antiguos
valedores en apuros. Nadie quiere retrato en familia con los jefes del
socialismo del siglo XXI. No aguantan una raya más, menos venida del exterior.
No pueden huir de las preguntas que desenfundan los periodistas con
insistencia: ¿Qué piensa de lo que está pasando en Venezuela? ¿Y de las
elecciones parlamentarias? ¿Apoya la observación electoral internacional?
¡Dios, cuándo saldremos de este calamar, se dicen para sus adentros!
No, no hay epifanía democrática. Tan solo
encuestas y votantes.
Jean Maninat
maninatj@gmail.com
@Jeanmaninat
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