A Leonardo Azparren Giménez, por su magna
Antología de clásicos del teatro venezolano
Aunque parezca primitiva y supersticiosa la
percepción, la vida de una persona pareciera estar trazada y establecida por
encuentros y desencuentros que el ciego azar propicia. Así la voluntad le haga
creer lo contrario hasta en el celo de una rigurosa agenda, con la cual
pretende preservarse, y su memoria dar testimonios definitivos o equivocados,
que después llamará leyenda o historia. La curiosidad afinca su interés cuando
la naturaleza del recuerdo hace que lo acontecido aleje a la persona de aquel
suceso concentrado en el instante, el cual no habrá de repetirse nunca más; sin
importar que una psiquis o futuro obstinado lo garantice con puntual promesa.
Porque luego, el lugar donde vivió la experiencia ya no será el mismo y los
protagonistas tampoco lo habrán de ser. Incluyendo a esa persona como figura
estelar. El tiempo transcurrido habrá derrumbado sus paredes, bebido su aroma
hasta arrugar las emociones de aquella frágil naturaleza pasada. La cuántica
promete rescatar ese preciado instante; pero aún, esto es una ilusión que ronda
en la mente.
Sin embargo, hay quienes piensan que lo que
le acontece a una persona es sólo la proyección de aquello que la habita en el
fondo, y que por supuesto, ésta ignora o desconoce, hasta tanto no se presente
una situación límite donde emerja —desde las profundidades de sí— la presencia sublime o terrible. Esa cosa
irrenunciable que como el ala de un ángel o la garra de un demonio, tiene
tomada las entrañas del ser. Aquello que la persona busca fuera de sí como un
deseo instintivo e insatisfecho, eso que puede ser su doble o reflejo más
exacto y nítido. Ese lactante que se convierte en deseo profundo de prolongarse
en el otro, bien para devorarlo o convertirse junto a él en una sola alma, a
pesar de que el cuerpo y la propia conciencia se resistan.
En los extremos del encuentro y desencuentro,
la persona tiene la sentida convicción de que todo lo que le acontece está bajo
el poder de su elección y absoluto control. La ganada ilusión de que la certeza
conquistará de cualquier manera su objetivo, lo consuela ante el espectro de la
duda. Mas la trama de toda existencia personal es tejida por pulsiones
inesperadas del inconsciente —o de algo mucho más oscuro que la psiquis— porque
estas pulsiones u oscuridades habrán de desafiar y poner a prueba ese frágil
equilibrio que es la conciencia de lo humano. No se es totalmente consciente
ante aquello que acontece fuera o dentro del propio ser. El misterio impone un
imposible a franquear.
Ante la presencia de una amenaza incierta, existe
la pretensión de intervenir a tiempo sobre aquello que se anuncia como
inevitable y peligroso. Pero se puede llegar tarde y la esperanza se precipita
y cae en picada, como un suicida que ha perdido o ha sido abandonado por la
esperanza. Los más exhaustivos análisis químicos, las resonancias magnéticas, o
la lente de los más sofisticados microscopios, a veces no logran detectar el
monstruo que invade el cuerpo o el espíritu, de manera silente e inaprensible.
Así como los últimos avances de la psicología y psiquiatría no logran
desentrañar y desterrar la raíz del padecimiento o tormento mental, sucumbiendo
impotentes a los recetarios de los fármacos que dopan a los pacientes, sin
poderles ofrecer una resolución feliz a su padecimiento existencial.
Sin embargo, resulta curioso que las
tragedias no alcanzan a algunos individuos, ni siquiera los perturban, y mucho
menos, los desconcentran de la empresa que obsesiona su épica personal, la cual
habrán de llevar a feliz término, a pesar de la tragedia que padecen los otros.
Sus vidas son como el agua deslizándose por la superficie de un espejo negro.
Nada les sucede. Su muerte, cuando acontece, ocurre en el sueño en que fueron
felices. Aun cuando no se hayan percatado de que su vida fue un sueño fugaz y
nada más. Pero la aciaga sorpresa puede
volcar el privilegio individual de poderosos con suerte. Curiosamente, los
personajes del poder totalitario se aferran a la fe adoctrinada -ciega y
sorda-, para no derrumbarse en la inevitable desventura que les espera.
Es el caso de la leyenda tebana,
inmortalizada en la obra teatral del dramaturgo griego Sófocles: Edipo Rey. El
propio corazón de la obra es por demás perturbador. Edipo asesina a su padre
sin saberlo; de igual manera, se casa con su madre y procrea hijos con ella.
Después, al enterarse de esta infausta realidad, atormentado, vaga en la inútil
investigación que lo transforma en el primer detective metafísico, pero al
final, cuando no encuentra respuesta ante el destino funesto de sí, decide
sacarse los ojos, condenándose a la ceguera eterna. Su madre y esposa, también
se ha ahorcado momentos antes. La verdad siempre se presenta desnuda como la
muerte.
Pero en el caso de una obra teatral como
Edipo Rey, inspirada en una leyenda tebana que tiene múltiples vertientes, el
autor desarrolló los encuentros y desencuentros en puntos de inflexión o
elipses que arrastran a los personajes a lo insondable y desconocido. Quizá la
tragedia comienza con el rey Layo, quien al consultar el Oráculo de Delfos, es
advertido de que su futuro hijo y primogénito, habrá de asesinarlo. Entonces,
para deshacerse del niño, le encomienda a un pastor matarlo, pero éste no
cumple la orden, entregándolo a otro pastor, quien posteriormente ofrece al
niño atado duramente de los pies, al rey y a la reina del país vecino, quienes
no pueden procrear y no contaban con un heredero que los continuara y
trascendiera en el poder y en la sangre. Adolescente, Edipo consulta a su vez
al mismo Oráculo de Delfos, después de oír por boca de un borracho, en uno de
los banquetes del palacio, que él no es hijo de Pólibo y Mérope. El oráculo le
advierte a Edipo que asesinará a su padre, y su alma se estremece. Para no
cometer el parricidio anunciado, Edipo huye del país que ahora sabe adoptivo,
Corinto, y en el cruce de tres caminos, donde la incandescencia del sol se
apuntala, se encuentra con un desconocido, soberbio y poderoso como habrá de
llegar a ser él: Layo, su verdadero padre. Entonces, en medio de una estúpida
discusión, lo mata. Cumpliéndose así la profecía que el olvido no pudo saldar.
El testigo del crimen, el único sobreviviente
de la disputa, vuelve a Tebas y dice que Layo murió a manos de varios
asaltantes, y no de un solo hombre. De esta manera esconde su cobardía y apura
una dosis más al misterio metafísico que ronda la tragedia. Tebas, en medio de
una peste que la diezma, pospone y olvida averiguar el asesinato de Layo, mas
cuando el extranjero Edipo llega y descifra el acertijo que la Esfinge del
desierto le ha impuesto a los tebanos,
para poder liberarlos de los males que
padecen. Edipo logra descifrar la adivinanza al decir que el animal que al
nacer el día gatea, al mediodía camina en dos pies y al ocaso en tres, es el
hombre y nadie más. Certeza que le brinda a Edipo el premio de ser coronado
como rey de Tebas y casarse con la reina viuda: Yocasta. La que le oculta al
principio su parecido irrenunciable con Layo. La que amará a través de su
cuerpo, al muerto.
Consolidado el reinado de Edipo, años
después, una nueva peste azota a Tebas, y el Oráculo de Delfos, demanda
averiguar el crimen de Layo que había quedado sin dilucidar. Edipo se propone
hacerlo, pero Tiresias, el ciego que puede ver en la oscuridad, pero no con la
perspicacia con la que contó Edipo en el pasado, le advierte que no lo intente
porque el hombre que busca es a él mismo. Sin embargo, después de armar la
trama de las supuestas casualidades, Edipo persiste y se estrella contra la
verdad que lo compromete. Desde entonces, sus ojos no volverán a ver más: ni lo
visible ni lo invisible. Perderá el poder, pero también el don de lo que creía
ser.
Lo que no llegó a investigar Edipo Rey fue
cómo de verdad funcionaba el entramado del Oráculo de Delfos, en nombre del
Dios Apolo, encarnado por dos personajes que debieron tener un poder real y por
tanto cercano a la manipulación de las biografías de los individuos; estos
ciudadanos que cada tanto tiempo consultaban al oráculo. Me refiero a la
pitonisa y al sacerdote. La primera, en estado de trance daba la respuesta a la
pregunta que hacía el consultante, siendo el sacerdote quien la comunicaba a
este último, que esperaba con ansias en las afueras del templo. La respuesta de
la pitonisa se emitía a través de un lenguaje críptico e incomprensible, que se
producía mientras ésta entraba en trance; luego, el sacerdote traducía y
reinterpretaba la respuesta de la pitonisa, a través de un orden lógico y
comprensible para el consultante.
Es decir, el sacerdote podía, desde su
interés y subjetividad, establecer la propensión al destino que más temía el
consultante, o reducirlo a cambio de una compensación; y si éste era un rey o
poderoso, podía tramarse un complot de supuestas causalidades, para destronar o
hacerse del poder si la ambición ardía. Alguien ambicioso puede llegar a estar
detrás de los hechos, como una sombra que no se percibe. Creonte, el hermano de
Yocasta ¿formaba parte de una conspiración, como se resiente en algún momento
Edipo?
En casos como éste, la razón se volvía un cómplice perfecto de la
metafísica. Pero para ello, el sacerdote tenía que ser un individuo lúcido y
despierto, el cual había llegado a la conclusión comprobada de que las
creencias religiosas, ideológicas u ontológicas de su tiempo, más allá de los
caprichos del azar, tenían una carga de fantasía donde la imaginación colectiva
e individual, jugaba un papel determinante en el destino de los seres humanos.
Edilio Peña
edilio2@yahoo.com
@edilio_p
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