Todo
en una semana o en un día. No importa el tiempo, el grito está allí, con la
misma expresión ante lo inaudito de la naturaleza humana.
Cuando
el cuadro desapareció, me intrigó la alarma general que se multiplicó en los
medios de comunicación. De modo que decidí escudriñarlo a fondo, en los
detalles; las copias, por supuesto. En una primera impresión detuvo mi atención
los colores subidos de tono y sus contrastes, como las pinturas de Vicente Van
Gogh a las que estamos acostumbrados ver desde las aulas de secundaria, los
girasoles, autorretratos atormentados, molinos holandeses, y luego, aquella
genial interpretación que de él hizo Kirk Douglas en un filme de Vicente
Minnelli,
Un
loco de pelo rojo, que nos dejó la impresión que el pintor realmente no se
encontraba siempre en sus cabales. Así que a través de Van Gogh, llegué al
famoso cuadro robado en un museo de Oslo en el 2006, El grito, pintado por
Edvard Munch. Los intensos colores de un cielo rojo y amarillo, el puente, el
mar en pinceladas de añil y una figura fantasmal, más parecida a un alienígena
que a un humano, con sus manos apretándose el cráneo mientras profería un grito
entre desesperación, impotencia y asombro, nos dio la explicación de su
trascendencia y significado.
Fue
la imagen que vino a mi mente, El grito, no otra, cuando observé las
fotografías de aquellos seres humanos atravesando un menguado río, cargando una
cocina de gas, un sofá, gallinas atadas de sus patas a una barra de madera, un
niño agarrando su camión de plástico en una mano, mientras que atada a su
cabeza colgaba una cesta de mimbre con sus modestas posesiones. Entre todas las
fotos y vídeos, incluyendo los tractores aplastando paredes, puertas, techos,
de precarias casas marcadas previamente con una D, no se sabe si de destruir o
deportar, sobresale la de una joven alta, delgada, de un largo pelo negro que
intentó ser recogido alrededor de su cráneo, pero que le caía sin forma
alrededor de su cuello, mientras sus brazos sostienen al hijo que amamanta, y
su mirada perdida hacia ninguna parte que solo transmite impotencia,
resignación y perplejidad.
Esas
filas de colombianos sacados a media noche, con sus bienes destruidos,
maltratados, humillados, perplejos, rodeados de impacientes soldados, hizo que
viniera a mi memoria la lectura del genocidio perpetrado por el gobierno de los
Jóvenes Turcos, contra la población armenia a la cual deportaban. Y más
reciente, en 1982, en la llamada Navidad Roja cuando los sandinistas iniciaron
el despoblamiento, traslado forzado, de los indios miskitos asentados en la
ribera nicaragüense del Rio Coco, fronterizo con Honduras, a tierras
interioranas bajo la excusa de protegerlos de la Contra; previa destrucción de
sus bohíos y sembradíos.
Aparte
de los colombianos deportados en forma compulsiva y desconsiderada, que hace
sospechar escondidos delitos, Nicolás Maduro, el dictador ignaro de Venezuela,
decidió que la etnia Wayú, habitantes de la Guajira antes de la llegada de
Colón al Nuevo Mundo, no podían circular libremente por su milenario
territorio.
Un
niño atraviesa la vaguada con su tesoro a cuestas, un hombre salva sus
gallinas, otro carga un sofá, una abuela protege a su nieta de la alambrada y
las botas, una madre amamanta en una improvisada tienda de campaña, y una
guajira se detiene frente a una alcabala mirando hacia donde siempre iba. Un
bebé inmigrante aparece ahogado en una playa del Mediterráneo, y una reportera
húngara patea a un padre con su hija en brazos. Todo en una semana o en un día.
No importa el tiempo, El grito está allí, con la misma expresión ante lo
inaudito de la naturaleza humana.
Juan
Jose Monsant Aristimuño
jjmonsant@gmail.com
@jjmonsant
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