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lunes, 24 de agosto de 2015

AMÉRICO MARTÍN, EL DRAMA DE LA SUCESIÓN

En Estados dominados por movimientos fundamentalistas o abominablemente personalistas la sucesión del máximo caudillo suele tomar, tarde o temprano, connotaciones muy críticas, a ratos explosivas. Los autócratas de vocación totalitaria aspiran al mando perpetuo y al cariño eterno, olvidando lo obvio: sacralizados y todo siguen siendo “seres de un día”, como -al decir de Homero- los llamaban los dioses del Olimpo; y al final siempre se van, de grado o por fuerza. Los homenajes que les rindieron la adulación y el miedo terminan arrumbados en museos de cera o recordados pedagógicamente como formas irrepetibles de perversión.

Algunos de estos gendarmes alcanzaron a ver su destino. Porfirio Díaz, el “hombre necesario” exaltado por los positivistas del mundo, presenció los acontecimientos de México desde su exilio europeo de cuatro años. Pero Franco murió sin sospechar el enorme vuelco de España hacia la democracia. Stalin imagino que su gloria revolucionaria se afirmaría con el tiempo, y resulta que tres años después de su rumboso fallecimiento fue demolido por el Congreso de su país que, bajo la conducción de Nikita Jruschov, inició el deshielo y la desestalinización más inesperadas y sorprendentes. Mao Zedom, sepultado en los óleos del “verdadero comunismo” fue revisado profundamente por aquellos a quienes acusó años atrás de anhelar la restauración capitalista. Tuvo razón, afortunadamente para sus sucesores. Tito creyó dejar bien atada su sucesión con una compleja dirección colectiva que saltó en pedazos muy poco después de su muerte. Naturalmente el país se desintegró pero cada fragmento nacional decidió volver al sistema capitalista.
Fidel aún vive, aunque su obra está siendo profundamente revisada por su sucesor, sin que el viejo caudillo, perdido todo su poder, pudiera impedirlo. Antes bien: se resignó a aceptar incluso el audaz acercamiento de Cuba al archi-odiado gobierno norteamericano.
Ninguno de los caudillos comunistas de Europa oriental es bien recordado; no se diga sus gobiernos, todos fueron derrocados, y sus omnipotentes partidos que ya no existen.
En Venezuela tenemos el original caso del régimen fundado por Chávez. Su obra fue desastrosa, pero mientras gozó de bonanza petro-financiera conservó un liderazgo insólito, ayudado, es cierto, por su absurda munificencia. Aunque se ilusionó con la eternidad de su peculiar socialismo tuvo sus momentos de vacilación, alimentados sin duda por la desesperanza que le acarreó la proximidad de la muerte.
El problema fue la sucesión. Probablemente temeroso de las intenciones de Diosdado o de cualquier audaz que hábilmente se filtrara hacia el mando supremo, optó por confiarle el trono a Maduro, un hombre incapaz de sacarle partido a la quimera del socialismo siglo XXI, especialmente porque se barruntaba la caída del gran commodity, el petróleo. Con precios altos, la ruina del país habría podido ser contrarrestada de algún modo. A la larga el régimen se vendría al suelo, pero algún tiempo se ganaría.
El desastre de la sucesión abiertamente desatado y el naufragio del país han levantado como un resorte el deseo casi desesperado de cambio democrático. La gente quiere hablar y quiere comer y ambas urgencias están en un serio peligro. Lo más sorprendente es que el dócil CNE, aunque aguantó mientras pudo, tuvo que colocarle fecha a las cruciales elecciones parlamentarias, que le han dado un norte a la angustia colectiva. El 6D es la piedra de toque, la gran prueba, el momento de la verdad.
Dominado por el temor infundado de que los perseguidos de hoy se conviertan en los perseguidores de mañana, el gobierno no termina de entender que no será así porque la oposición democrática se dispone a reagrupar en paz este país destruido como por obra maligna de una guerra o de un cataclismo atmosférico.
La cumbre de Miraflores no sabe cómo impedir las elecciones, y por no saberlo ha diseñado una estrategia de rasgos diabólicos. Si corre el serio riesgo de ser derrotado en las parlamentarias y no puede acabar pura y simplemente con semejante mecanismo, lo que le queda es inducir a que la oposición le ayude. ¡Estupendo esguince es convencer a su rival de que no le conviene votar o, si decide hacerlo, que no sea con la tarjeta única de la MUD ¡que es tan mala como mi gobierno! Argumento bastante irracional, por supuesto, pero atizando pasiones quizá algo podría lograr, pues en efecto hay contradicciones importantes en la unidad opositora, además de errores de dirección a veces irritantes.
Su problema es que los rusos también juegan y no siempre se equivocan. La MUD se ha sobrepuesto a importantes retos internos sin perder lo más importante: la unidad. Y esa sola circunstancia ha bastado para que la inevitable polarización, propia del radical deslinde venezolano entre dictadura y democracia, tome el curso más apropiado.
La unidad se ha convertido en idea-fuerza. Es la concepción de la política como una gran tarea de convencimiento destinada a ganar sin prejuicios a los que sean ganables, sin incurrir en el pecado de alejarlos entre maldiciones y suspicacias por cualquier motivo.
En reciente rueda de prensa, la MUD anunció que tenía finalmente tarjeta única, estrategia única, comando y programa de campaña únicos. Si mantiene ese andamiaje en los meses que faltan y durante “el día D”; si resiste sin doblegarse los cartuchos que les disparará el peor y también el más inescrupuloso gobierno que desde tiempos inmemoriales ha tenido nuestro abrumado país, entonces podrá esperarse una victoria sin duda histórica.
Lo que de paso no será sino la primera fase de una nueva realidad plagada de peligros, de sudor, de lágrimas quizá, pero esperemos que no de sangre.
Americo Martin
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin

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