En Estados dominados por movimientos fundamentalistas
o abominablemente personalistas la sucesión del máximo caudillo suele tomar,
tarde o temprano, connotaciones muy críticas, a ratos explosivas. Los
autócratas de vocación totalitaria aspiran al mando perpetuo y al cariño
eterno, olvidando lo obvio: sacralizados y todo siguen siendo “seres de un día”,
como -al decir de Homero- los llamaban los dioses del Olimpo; y al final
siempre se van, de grado o por fuerza. Los homenajes que les rindieron la
adulación y el miedo terminan arrumbados en museos de cera o recordados
pedagógicamente como formas irrepetibles de perversión.
Algunos de estos gendarmes alcanzaron a ver
su destino. Porfirio Díaz, el “hombre necesario” exaltado por los positivistas
del mundo, presenció los acontecimientos de México desde su exilio europeo de
cuatro años. Pero Franco murió sin sospechar el enorme vuelco de España hacia
la democracia. Stalin imagino que su gloria revolucionaria se afirmaría con el
tiempo, y resulta que tres años después de su rumboso fallecimiento fue
demolido por el Congreso de su país que, bajo la conducción de Nikita Jruschov,
inició el deshielo y la desestalinización más inesperadas y sorprendentes. Mao
Zedom, sepultado en los óleos del “verdadero comunismo” fue revisado
profundamente por aquellos a quienes acusó años atrás de anhelar la
restauración capitalista. Tuvo razón, afortunadamente para sus sucesores. Tito
creyó dejar bien atada su sucesión con una compleja dirección colectiva que
saltó en pedazos muy poco después de su muerte. Naturalmente el país se
desintegró pero cada fragmento nacional decidió volver al sistema capitalista.
Fidel aún vive, aunque su obra está siendo
profundamente revisada por su sucesor, sin que el viejo caudillo, perdido todo
su poder, pudiera impedirlo. Antes bien: se resignó a aceptar incluso el audaz
acercamiento de Cuba al archi-odiado gobierno norteamericano.
Ninguno de los caudillos comunistas de Europa
oriental es bien recordado; no se diga sus gobiernos, todos fueron derrocados,
y sus omnipotentes partidos que ya no existen.
En Venezuela tenemos el original caso del
régimen fundado por Chávez. Su obra fue desastrosa, pero mientras gozó de
bonanza petro-financiera conservó un liderazgo insólito, ayudado, es cierto,
por su absurda munificencia. Aunque se ilusionó con la eternidad de su peculiar
socialismo tuvo sus momentos de vacilación, alimentados sin duda por la
desesperanza que le acarreó la proximidad de la muerte.
El problema fue la sucesión. Probablemente
temeroso de las intenciones de Diosdado o de cualquier audaz que hábilmente se
filtrara hacia el mando supremo, optó por confiarle el trono a Maduro, un
hombre incapaz de sacarle partido a la quimera del socialismo siglo XXI,
especialmente porque se barruntaba la caída del gran commodity, el petróleo.
Con precios altos, la ruina del país habría podido ser contrarrestada de algún
modo. A la larga el régimen se vendría al suelo, pero algún tiempo se ganaría.
El desastre de la sucesión abiertamente
desatado y el naufragio del país han levantado como un resorte el deseo casi
desesperado de cambio democrático. La gente quiere hablar y quiere comer y
ambas urgencias están en un serio peligro. Lo más sorprendente es que el dócil
CNE, aunque aguantó mientras pudo, tuvo que colocarle fecha a las cruciales
elecciones parlamentarias, que le han dado un norte a la angustia colectiva. El
6D es la piedra de toque, la gran prueba, el momento de la verdad.
Dominado por el temor infundado de que los
perseguidos de hoy se conviertan en los perseguidores de mañana, el gobierno no
termina de entender que no será así porque la oposición democrática se dispone
a reagrupar en paz este país destruido como por obra maligna de una guerra o de
un cataclismo atmosférico.
La cumbre de Miraflores no sabe cómo impedir
las elecciones, y por no saberlo ha diseñado una estrategia de rasgos
diabólicos. Si corre el serio riesgo de ser derrotado en las parlamentarias y
no puede acabar pura y simplemente con semejante mecanismo, lo que le queda es
inducir a que la oposición le ayude. ¡Estupendo esguince es convencer a su
rival de que no le conviene votar o, si decide hacerlo, que no sea con la
tarjeta única de la MUD ¡que es tan mala como mi gobierno! Argumento bastante
irracional, por supuesto, pero atizando pasiones quizá algo podría lograr, pues
en efecto hay contradicciones importantes en la unidad opositora, además de
errores de dirección a veces irritantes.
Su problema es que los rusos también juegan y
no siempre se equivocan. La MUD se ha sobrepuesto a importantes retos internos
sin perder lo más importante: la unidad. Y esa sola circunstancia ha bastado para
que la inevitable polarización, propia del radical deslinde venezolano entre
dictadura y democracia, tome el curso más apropiado.
La unidad se ha convertido en idea-fuerza. Es
la concepción de la política como una gran tarea de convencimiento destinada a
ganar sin prejuicios a los que sean ganables, sin incurrir en el pecado de
alejarlos entre maldiciones y suspicacias por cualquier motivo.
En reciente rueda de prensa, la MUD anunció
que tenía finalmente tarjeta única, estrategia única, comando y programa de
campaña únicos. Si mantiene ese andamiaje en los meses que faltan y durante “el
día D”; si resiste sin doblegarse los cartuchos que les disparará el peor y
también el más inescrupuloso gobierno que desde tiempos inmemoriales ha tenido
nuestro abrumado país, entonces podrá esperarse una victoria sin duda
histórica.
Lo que de paso no será sino la primera fase
de una nueva realidad plagada de peligros, de sudor, de lágrimas quizá, pero
esperemos que no de sangre.
Americo
Martin
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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