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jueves, 9 de julio de 2015

EGILDO LUJAN NAVAS, SISTEMA DE SEGUROS EN PICO DE ZAMURO FORMATO DEL FUTURO…

El efecto destructivo de la inflación en Venezuela no es sólo un asunto de capacidad de compra o de “bachaquear”. Es también una expresión perniciosa que, después de treinta años de su aparición, de alimentación con políticas económicas influidas por improvisaciones sistemáticas, como de una visión populista de la administración del régimen de políticas públicas, ahora ha copado todo aquello que integra la base estructural de activos y pasivos de la Nación.

Ya nada le es ajeno a la inflación criolla. Y menos aún la que hoy mantiene, fortalece y  aviva la ruina productiva nacional, como las imprentas del Banco Central de Venezuela que se ocupan de imprimir papel moneda las 24 horas del día. ¿Por qué, dudar, entonces, que una de las actividades económicas que casi funciona de rodillas ante la inflación y sus nutricionistas sea el sistema de seguros?.

El sistema de seguros es parte indispensable para el sano, confiable y estable desarrollo de toda economía. Sin él, es imposible garantizar cualquier tipo de inversión: material, inmaterial, de salud o vida. Mejor dicho, su inexistencia –o funcionamiento frágil- implica perder toda seguridad del presente, del futuro y progreso. Las empresas de seguro, al igual que todas las del resto de la economía, tienen que operar bajo la misma premisa. Es decir, ingresos menos egresos refleja rendimiento o utilidad.

En el país, con la inestabilidad económica, la inseguridad e incertidumbre reinante, es imposible vender servicios a futuro, como es el caso de los seguros. El incremento incontrolable de los costos, que se proyecta exponencialmente casi a diario, es quien determina el comportamiento estratégico de la programación funcional. Por supuesto, en un entorno económico en el que las autoridades no se sienten administrativa ni moralmente obligados a atacar las causas del problema, lo natural y lógico que suceda, es que a los administradores del Estado les resulte más cómodo ignorar lo que sucede.

Algunos creen que es un asunto de comprensión. Otros, en cambio, intuyen que se trata de una conducta deliberada ante un hecho  normal: es asunto de conducir o de gerenciar lo económico como si se tratara de estar ante  un barril sin fondos, sin control administrativo de ningún tipo, ni alguna mínima  sustentación. Y, adicionalmente, en un escenario de circunstancias “novedosas” en las que el sector privado está obligado a ser conducido de la misma manera.

Después de todo, se trata de un procedimiento idéntico al que se ha empleado desde todos los cargos públicos durante los tres últimos lustros, para conducir al país y a sus habitantes a la ruina catastrófica con el que hoy cohabitan y en el que hoy se sumergen casi 30 millones de venezolanos; los hombres y mujeres de trabajo –por aquello de que quienes no trabajan gozan de ventajas excepcionales en su relación con los gobiernos-  mientras se informan opacamente de los escandalosos niveles de las deudas internas y externas a los que tendrán que enfrentarse hijos y nietos, si es que se actúa oportunamente para no repetir la experiencia Griega del 2015.

Es importante resaltar la gravedad del tema de los seguros. Su colapso o inoperatividad afectaría gravemente la salud económica de todo el territorio nacional y, muy especialmente, al ciudadano común. Es válido en salud, garantía de bienes y planes de futuro. El sólo hecho de pensar en que no se puede tener una póliza de salud o vida, es ya catastrófico. También una tragedia personal y familiar si el siniestro gira alrededor del robo, hurto o choque de un vehículo. Todo se proyecta como algo  inquietante y sin tener otra alternativa que depender de la buena y milagrosa acción divina.

Sin duda alguna, la incidencia  de las ya sistemáticas y normales devaluaciones del Bolívar  lo afecta todo. Pero, particularmente, al sistema de seguros. Y el tema opera, definitivamente, como un siniestro existencial de dimensiones infinitas.

Las pólizas de salud se contratan a términos anuales y los costos de consultas, operaciones, hospitalizaciones, así como todos los insumos necesarios - si es que se ubican en el mercado nacional-, ya están fuera de control. En el curso de los primeros 180 días del año, es verdad, conservadoramente hablando, se trata de un valor de referencia que se ha duplicado. Bajo esas perspectivas, se hace muy difícil –cuando no imposible-  que una póliza pueda resguardar al asegurado durante todo un año. Sería la lucha de la empresa contra lo innegable: cualquier incidente le costará a la compañía aseguradora  más de lo que el asegurado le pagó por la póliza contratada.

Otro caso es el de los seguros de vehículos. En este caso, la lucha es por la existencia y precios de los repuestos –siempre y cuando se consigan- o del vehículo en sí, que se hurtan o roban, o de alguna reparación. En este caso, el factor costo ya no es un asunto de que esté “por las nubes”. Es que su ubicación, si acaso, está asociada a un anaquel  donde los precios se tasan con base en valores intergalácticos.

La paralización o imposibilidad de cubrir pólizas de salud sería catastrófico para todos los ciudadanos que aún están en condiciones de cancelarlas. Ante la infuncionalidad medianamente eficiente -por no calificarlo de caótico- del sistema público de salud, la recurrencia no puede ser a otro lugar que no sea el de las clínicas privadas; de esa red que, de hecho, también se enfrenta a una situación de carencias y que, ante dicha situación, se ve obligada a cerrar  servicios o especialidades. 

Bastaría con hacer inventarios sinceros y no partidizados  de los  médicos que se han ido del país, la inexistencia de equipos y de repuestos, como de la imposibilidad de mantener un continuo proceso de modernización profesional y tecnológica, para concluir calificando responsablemente la gravedad del caso.

La gravedad, desde luego, está asociada al hecho de que se trata de la salud ciudadana; del derecho constitucional a la vida y que va simultáneamente asociado, casi a la par, de  lo que están provocando malas políticas económicas, peores gestiones administrativas y una hiperinflación de finos atuendos para la ocasión de las elecciones parlamentarias.

La venezolana es la inflación más alta del mundo. Y su exagerada proyección porcentual se da, precisamente, en un país petrolero que, además de haber malbaratado en apenas diez años la mayor riqueza histórica proveniente de la venta de dicho recurso energético, insiste en seguir flotando sobre el otro costo incuantificable para cualquier país: el moral; el mismo que fue capaz de resistir hasta posibilidades de asfixia, en un espacio de lujo para el reinado de la corrupción.

Las soluciones para enfrentar las causas de la inflación sí abundan. Tantas son que muchas de ellas han sido recomendadas dentro del propio país, incluyendo  a algunas enumeradas por economistas que siguen autocalificándose de “revolucionarios”.  Se ha recomendado Dolarizar; sincerar el valor del Bolívar; unificar y liberar el sistema de cambio; aumentar la producción eficientemente; acordar una negociación  con el Fondo Monetario Internacional para acceder a un préstamo “Stand By”, a cambio de un proceso administrativo dirigido a disciplinar el gasto público; eliminar progresivamente  el control de precios y, desde luego, echar todas las bases que sean necesarias para reactivar la confianza en la economía nacional.

Sin embargo, las autoridades insisten en mantenerse indiferentes ante propuestas y recomendaciones. Y lo hacen aun cuando  de lo que se trata, es de demostrar que el país no irá más allá que de pobreza en empobrecimiento constante, si se insiste en no actuar, decidir, ni gobernar.

El sistema de seguros en Venezuela, definitivamente, está contra la pared. Pero también lo está el resto de los sectores de la economía venezolana, cuyo devenir está supeditado a esa situación. Fórmulas milagrosas para atacar las causas de lo que está sucediendo, no existen. Se trata de acciones inspiradas y relacionadas con la sabiduría que lleva en sí misma la lógica económica. La voluntad política no puede seguir siendo un recurso para tener poder y pretender administrarlo unilateralmente. Tiene que hacer simbiosis con esa otra lógica, porque es de lo que hoy depende que Venezuela pueda avivar esperanza nuevamente, y confianza en su potencialidad  para derrotar cada uno de los obstáculos que han nacido al amparo de errores inexplicables; de equívocos destructores del derecho individual y familiar a vivir en un ambiente de bienestar; en un país de y para el progreso permanente.

Egildo Lujan Navas
egildolujan@gmail.com
@egildolujan

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