Luego
de que el Consejo Nacional Electoral anunciara públicamente que sería el 6 de
diciembre cuando se celebrarán las elecciones parlamentarias, y que la Mesa de
la Unidad Democrática (MUD) y el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV)
realizaran elecciones primarias para la escogencia parcial de sus candidatos a
dicho proceso comicial, el Gobierno se montó en su ya habitual maquinaria
proselitista desde las diferentes instancias públicas para ir a la conquista de
seguidores, y los grupos opositores desataron sus diferencias y controversias
personales y grupales.
Así
se describe la antesala de unos comicios a la venezolana: mientras que el país
naufraga entre sus tragedias, el autodenominado liderazgo político contrincante
se dedica a lo suyo, es decir, a mantener el poder al costo que sea, en un
caso; a desanimar a una parte importante de la población electoral, en el otro.
La conclusión será, obviamente, una Asamblea Nacional que, cuando se constituya
nuevamente, desde luego, se dedicará a proyectar ese sentimiento de
adversidades individuales o grupales; jamás a recuperar la majestad de una
institución imprescindible para que haya más y mejor Democracia.
La
escogencia, elección o selección de los candidatos, por otra parte no pasó de
otra “obviedad”: en ambos casos, sólo una parte de ellos fue convertida en
victoriosa a partir de elecciones
libres, populares. Lo demás -la mayor parte- fue sencillamente escogida a DEDO;
supuestamente, "por consenso"; sin reparar que, en ningún caso,
refleja la transparencia y la equidad de haber sido escogido TODOS los
candidatos por la vía de elecciones libres y populares. Se trata, en fin, del
primer paso en falso que dan los futuros parlamentarios, sin haber sido electos
todavía: ignoraron lo que dice el Artículo 67 de la vigente Constitución
Nacional de la República Bolivariana de Venezuela, acerca de cómo es que deben
darse estas escogencias ciudadanas.
Al
analizarse las campañas y los resultados de ambas contiendas internas, no
sorprendió que el Partido del Gobierno y sus adláteres, sin rubor alguno,
utilizaran los recursos del Estado para hacer su campaña. Es lo que sucede,
cuando Partido de Gobierno-Gobierno y Estado
constituyen una expresión monolítica del control y uso abusivo del
poder. Y cuando, adicionalmente, desde esas instancias, se vigila, persigue y
sanciona con base en “rígidos criterios administrativos electorales” a los que
se oponen, difieren y claman por su potestad ciudadana a ejercer derechos políticos constitucionales. Se dan
desequilibrios y desigualdades que, en el fondo, lo que se plantean es impedir
el necesario ejercicio ciudadano de la alternabilidad en los cargos de
ejercicio gubernamental.
Independientemente
de ese desequilibrio que, en principio, debería favorecer a quienes afirman ser
opositores, lo que se percibe en cualquier rincón del país, sin embargo, es que
el procedimiento partidista para la escogencia de sus candidatos, no goza de
toda de toda la simpatía y respaldo de la mayoría de los electores interesados
en el hecho comicial. Simplemente, el llamado “pueblo” no está convencido ni
ganado a favor de la metodología usada por los dos grupos.
En
el caso del factor opositor, que sólo abrió contienda para escoger un poco más
de 30 candidatos a Diputados, contó con
un respaldo participativo de poco más de 500.000 votantes. Mientras que en la
trilogía Partido-Gobierno-Estado, que eligió sobre 80 candidatos a Diputados y
que en las penúltimas elecciones a
cargos similares conquistó el respaldo de poco más de 7 millones de votos, en
esta oportunidad reportó que hubo una participación superior a los 3 millones de simpatizantes. Son sus números;
los que, prórroga tras prórroga hasta el momento de cierre de las mesas,
evidenciaron que hubo un “bajón” de 4 millones de votantes. Son sus cifras; sus
incuestionables cifras; sus inauditables cifras. Y como se trata de una
cantidad cargada de opacidad, dada la condición de ser el resultado de un
evento ajeno para el resto del país, es por lo que algunos observadores o
supuestos estudiosos del hecho se permiten afirmar que la participación no alcanzó a 700.000
votantes.
Al
margen de la autenticidad de las cifras
sobre participantes y dadas a conocer por ambos grupos, lo que afirman aquellos
votantes ajenos a tales procesos, es que las mesas de votación se vieron
inmersas en una gran soledad. Los que debieron haber asistido en masa,
sencillamente, se abstuvieron de hacerlo. El pueblo no respondió. Y eso fue un
hecho notorio, apreciable, inobjetable, indiscutible. ¿Por qué?. Quizás porque
la ciudadanía ya no se presta para nuevos engaños, y prefiere ocuparse de
enviar señales de estar cansada y decepcionada de la ausencia de respuestas
transparentes para hacerle frente a esa costosa conjunción de
irresponsabilidad, inseguridad, escasez, hambre y rabia en la que se vive en
Venezuela.
Allí,
por supuesto, está presente el duro
sonido de un segundo campanazo de alerta, ante el cual no debe continuar
habiendo indiferencia de parte del liderazgo político.
Por
supuesto, en Venezuela, más allá de esos enfoques con alto cargamento de
subjetivismo ciudadano, sí hay consenso nacional. Es aquel a favor de la
conquista de todo lo necesario para vivir en un ambiente de mayor libertad y
bienestar. Es el que se proyecta en contra del odio, de la inseguridad, de peleas, de colas, de corrupción, de presos
políticos, como de tanta diatriba inútil desde las instancias públicas, al
igual que desde los espacios a que recurren determinados opositores. También,
por supuesto, es el que se traduce en vivir en un ambiente de paz, de confianza
entre los venezolanos; por una auténtica y verdadera calidad de vida.
La
historia política del mundo describe una multiplicidad de casos que evidencian
que toda sociedad tiene una limitada paciencia y aguante, cuando se trata de
abusos, atropellos, y violencia en contra suya. Y en el caso venezolano, hoy
angustia, preocupa y mortifica que en
Venezuela se esté convirtiendo en un hecho común -afortunadamente no
rutinario-, la aparición de enjuiciamientos en contra de los favorecidos por la
impunidad y la degradación de la administración de justicia. Eso, que para
muchos es una expresión sintomática de la presencia de “algo que no está bien
en el país”, nunca se sabe hasta cuándo puede mantenerse en ese nivel, y no
convertirse en una verdadera manifestación de anarquía colectiva en proceso
expansivo.
A
los radicalismos enfermizos, a aquellos que se nutren de la impaciencia como
alternativa más práctica para reconstruir caminos expeditos hacia una supuesta
opción de convivencia, no se les debe continuar arengando ni estimulando. Por
el contrario, hay que evitarlos y no fortalecerlos; no seguirlos exaltando. Los
venezolanos no quieren ser fracción o
bando inclemente capaz de actuar con rabia en detrimento del otro. Tampoco
protagonistas de una persecución despiadada en contra del adversario caído. Eso
no es lo que ha caracterizado al pueblo venezolano. Por el contrario, siempre
ha sido un pueblo cordial, amigo; hermano del que ha llegado de otros países
buscando refugio, oportunidades, no queriendo vivir en los sitios donde se les
persigue o discrimina.
Definitivamente,
los que viven de la política y trabajan para hacer política, tienen que
entenderlo, comprenderlo: aquí se aboga es por la unidad, la cordialidad, la
colaboración, la libertad y los deseos de trabajar. La iniciativa o primer paso
para que eso se convierta en realidad -como ha sido durante los últimos 16
años- está en manos del Gobierno. En las
encuestas profesionales que se realizan en el país, los resultados arrojan que
más del 80% de los venezolanos desaprueba la gestión de ese mismo Gobierno,
principalmente porque no ha sido capaz de impedir que la ruina y el deterioro
del sistema de vida colectiva haya sido su único y apreciable gran logro.
Ya no hay un solo rincón del país donde ese no sea el sentimiento
predominante. Tampoco ya es posible pretender ocultar o minimizar la gravedad
que significa no tener posibilidades de satisfacer las necesidades básicas de:
alimentación, salud, vivienda y educación, además de gozar libremente del
derecho a la vida.
Aunque
luzca ingenuo o utópico el planteamiento, lo que cada tía toma mayor fuerza en
el ánimo del venezolano es que llegó la hora de bajar la guardia. Y eso
comienza por la aceptación del Gobierno de que no lo es sólo de una parte de la
población; es de todos los venezolanos. Que está bajo su responsabilidad llamar
a la unidad honesta y sincera; no a un proceso de apariencias, para dar paso a
un torneo de insultos, de descalificaciones y expresiones ridiculizantes, a
amenazas por el simple propósito de amenazar.
La
actual situación venezolana es motivo de críticas dentro y fuera del territorio
nacional. Pero también sirve de motivos para la formulación de denuncias, como
de recomendaciones por parte de la comunidad internacional. Allí lo que más
inquieta, es el deterioro social colectivo. Es por eso por lo que consideran
que es imperativo un acuerdo nacional basado en la racionalidad y la
responsabilidad; jamás a partir del uso de los venezolanos –también en esta
fase del proceso político- como conejillos de india, para jugar a la hostilidad
bélica con países vecinos. El avance del tiempo no perdona, es irreversible,
pero su mal uso y peor aprovechamiento castiga. Más vale convertirlo en premio.
¿Lo entienden así aquellos que tienen a su cargo la gestión rectora del país?.
Egildo
Lujan Navas
egildolujan@gmail.com
@egildolujan
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