Aunque el club de países que permiten el matrimonio
homosexual sin restricciones ya tenía 20 miembros (Colombia no está), la
entrada del vigésimo primero fue la que mandó el tema a la primera página de
los periódicos.
La decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos resultó
apretada: 5-4 a favor. Como varios comentaristas lo han señalado, los
magistrados votaron 2-4 en contra, mientras que las magistradas votaron 3-0 a
favor. Por lo visto, el fanatismo echa raíz con más fuerza entre los hombres.
La ley, como de costumbre, es la última en enterarse y
tal vez así deba ser. Quienes tenemos edad suficiente –yo empecé a mirar el
mundo con cierta libertad a comienzos de los años setenta– recordamos la época
en que ser homosexual constituía una condición vedada. No había gais, había
maricas o marimachos, entre muchos nombres peyorativos, y salir del clóset era
para valientes. Al salir, la gente lo hacía con estruendo: se iban a bares
promiscuos, intentaban reclutar adeptos y vivían al estallido como si no
hubiera mañana. Y un día casi deja de haberlo, cuando en la segunda mitad de
los ochenta estalló la epidemia de sida. Dios, decían algunos creyentes y
temían los que estaban atrapados en la vorágine, se quería vengar de los hombres
homosexuales desatando entre ellos una peste bíblica. La cuota de muertos fue
brutal.
Vinieron entonces nuevos medicamentos que permitían
controlar la enfermedad y también ocurrió un cambio relativo de hábitos. La
cacería de parejas en la que nadie tomaba presos se fue disipando y muchos back
rooms cerraron. La promiscuidad era, según eso, más un síntoma de los tiempos
que una característica intrínseca de la homosexualidad masculina, como alguna
vez se llegó pensar. Además, de forma paulatina aunque incontenible las
preferencias sexuales de la gente empezaron a importar menos.
Con tanta aceptación, lo otro que va de salida es el
drama. Los gais seguramente perderán su aura romántica y van a abundar en las
asociaciones de padres de familia y en los clubes de rotarios. Hoy son vecinos
comunes y corrientes. Los hay creyentes, religiosos y hasta crece en su seno
una tendencia conservadora. ¿La legalización del matrimonio gay reforzará esta
tendencia? No es imposible. Señala Amy Davidson en The New Yorker que el fallo
puede leerse justamente en clave conservadora, pues los gais quieren casarse,
en contraste con muchos heterosexuales que han empezado a vivir juntos sin más,
protegidos, eso sí, por la ley. En síntesis, los homosexuales corren el riesgo
de volverse aburridos, como lo son los heterosexuales desde hace milenios, con
tal cual excepción novelable. Mejor, no todo el mundo tiene pasta de héroe.
La alegría con la legalización federal del matrimonio gay
en Estados Unidos no fue uniforme, claro que no. Resintieron la decisión, muy
en particular, los grupos más conservadores, afiliados en su inmensa mayoría al
Partido Republicano. Lo que algunos han llamado “el triunfo del amor” ha sido
también un torpedo en la línea de flotación de este partido, camino a la
Presidencia, torpedo que se suma a otros recientes, como la constitucionalidad
de provisiones claves del Obamacare y la normalización de las relaciones con
Cuba.
Nada está decidido, por supuesto. Igual, los que no
queremos que un Bush vuelva a vivir en la Casa Blanca sentimos un gran
fresquito.
Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
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