Todo incendio comienza con una pequeña chispa
que se envalentona y hace que la pradera tome fuego. Venezuela es hoy una seca
pradera expuesta a la buena de Dios. Si Venezuela se incendia, se pierde todo
el potrero. Hay que impedir incendios, porque bombero sin agua no apaga fuego,
y menos si carece de mangueras.
No son
pocas las voces que, dentro y fuera del país, se han alzado para alertar, casi
como coro en Catedral, sobre el peligroso momento que están viviendo Venezuela
y los venezolanos. Una sociedad civilizada es capaz de administrar paciencia
una y otra vez. Pero la tolerancia no siempre se corresponde con la disposición
de aceptación eterna. Al final, todo tiene un límite. Y las reacciones
colectivas son impredecibles, mucho más las consecuencias indeseables e
impensables de su desarrollo.
Hace poco menos de tres lustros los
venezolanos eligieron a un Presidente para que, en un período constitucional,
administrara decisiones sabias y acciones inteligentes que permitieran
enfrentar las causas de una realidad que, entonces, se calificaron de malas.
Los electores creyeron en que, como se prometió, habría gobernabilidad signada
por calidad, eficiencia, decencia y rectitud; que la justicia sería
verdaderamente justa, porque el imperio de la ley sería real y cada ciudadano podría creer en el
renacimiento de la Democracia en un ambiente de bienestar social.
El paquete de ofertas, ciertamente, hizo lo
suyo: convenció Se trataba de promesas comprables por cualquier individuo en
cualquier sitio del mundo donde la esperanza era un patrimonio. En otras
palabras, como se dice equivocadamente, “el pueblo se dio el Gobierno que se
merecía”.
Transcurridos 16 años desde ese momento histórico, sin embargo, en el alma colectiva se reniega de dicha elección. Quienes fungieron de compradores de la propuesta afirman que “no escogimos lo que tenemos. La oferta fue otra”. Ahora afirman que “tenemos el derecho Constitucional de cambiar lo que ha sido un fraude gubernamental, y sin merecernos ser tildados de apátridas”.
Para los verdaderos demócratas venezolanos,
es tan legítimo el derecho que le asiste a quienes gobiernan a pretender
continuar ejerciendo el poder, siempre y cuando lo hagan apegados al
cumplimiento estricto de sus Derechos Políticos constitucionales, como a los
gobernados a darse el nuevo Gobierno que les plazca, y sin tener que ser
señalados con epítetos denigrantes.
Los deseos de cambio son una consecuencia de
las decepciones generales que han promovido los que gobiernan, y que cada
ciudadano clasifica de acuerdo a los efectos que registra en su sistema de
vida: una corrupción asfixiante; una destructiva devaluación de la moneda y de
su capacidad de compra, al extremo de que, de tener un valor de dos dígitos en
relación al Dólar, hoy en el llamado mercado paralelo es de Bolívares
430.000,00. Y todo eso en el escenario que promovió el Banco Central de
Venezuela cuando, de un plumazo, dispuso la eliminación de tres ceros de las
monedas y billetes, para dar paso a un denominado Bolívar Fuerte. De esa otra
moneda que hoy, tristemente, sólo alcanza a ser el símbolo de un proceso
destructor de gran parte de la clase media venezolana, forjador de las nuevas
bases del empobrecimiento nacional y, definitivamente, el acto político más
infame que gobierno nacional alguno haya usado para hacer de los pobres, nuevos
pobres de solemnidad, y de los pobres de solemnidad, el rostro doloroso de la
pobreza extrema.
Realmente, era inevitable que con el culto a
la costumbre de devaluar que se inició en Venezuela con la aparición de los
ingresos petroleros en abundancia desde la década de los setenta, que el
populismo luego se encargara de hacer que todo terminara tal mal, como es el aspecto que hoy exhibe Venezuela.
Lo peor de eso malo es lo que provocó la
incautación de fincas y de empresas, además de la insistencia en mantener una
política hostil en contra del empresariado. Eso ha traído la ruina y pérdida de
la mitad del tejido industrial, como la desmoralización y ruina de los
valientes héroes productores del campo.
La destrucción de la red comercial venezolana Las consecuencias están a la
vista: escasez de todo tipo de productos y de alimentos; obligación de los
consumidores a hacer colas interminables
para comprar lo que puedan en un día a la semana; degradación moral de hombres
y mujeres de trabajo obligados a identificarse con cédula de identidad en mano
para poder comprar lo que encuentren, no lo que quieran llevar a sus hogares,
como lo podían hacer en el pasado reciente. Al consumidor venezolano, se le
niega a ejercer su derecho a escoger entre marcas o diferentes productos. Está
obligado a depender de la suerte de conseguir algo, principalmente de lo poco
que le ofrece el Estado.
Esa es la otrora arrogante Venezuela
petrolera de los últimos 16 años y de mediados del 2015. La misma en la que su
parque automotor de más de cinco millones de vehículos tiende a quedar
paralizado paulatinamente por la escasez de repuestos, y en el que el
abastecimiento de gasolina está comprometido por la importación de aditivos,
cuando no por la fuga diaria de, supuestamente, 100.000 barriles hacia países
vecinos; todo en el medio de una pomposa campaña gubernamental anticontrabando.
Es, por supuesto, la misma Venezuela en la
que las clínicas y hospitales públicos o privados, por igual, no cuentan con
los insumos ni medicamentos para atender a pacientes rutinarios, no siempre a
los que deben someterse a una intervención quirúrgica, y que se ven obligados,
además, a depender de un turno al que, eventualmente, se somete la posibilidad
de exponerse la vida, en caso de no ser atendidos oportunamente.
De igual manera, la manoseada Patria en
discursos para la ocasión, pero desmoralizada desde el alma por haber sido
conducida hasta el borde de la desesperación de cada uno de sus hijos.
Desde luego, vivir en las condiciones que
imponen dichas restricciones, no fue por lo que la sociedad venezolana votó
hace 16 años. No. No fue lo que el pueblo venezolano decidió cuando se
pronunció electoralmente a favor de una
determinada propuesta partidista. Y es lo que hoy se convierte en motivo para hablar de cambiar.
Cambiar no depende de la intensidad y
capacidad nacional de lamentar lo que se vive y como se vive. Sí de actuar. De
hacerlo constitucionalmente, apegados a
la ley para no comenzar mal y luego tener que corregir nuevos entuertos. La
Constitución consagra alternativas para cambiar esta situación. Todas giran
alrededor del ejercicio de la opción de votar, de elegir; de participar
voluntariamente, inteligentemente. Para cambiar, hay que votar. Y ante el
difícil momento que vive el país, votar se convierte, de hecho, en una
obligación para cada ciudadano que dice ser demócrata.
Todo voto es importante. Alegar trampa para
no acudir a un proceso comicial y
participar, es una excusa insustancial. La votación masiva es una vacuna contra
cualquier trampa. Y toda posibilidad fraudulenta, desde luego, también tiene
sus antídotos efectivos en la vigilancia del proceso, en la transparencia de la
participación y en la aceptación de la observación nacional e internacional.
Ante las experiencias electorales en el resto
del mundo, el proceso electoral mecanizado venezolano no luce precisamente como
un ejemplo motivador para la participación. Y si bien hay quienes ya apuestan
por la necesidad de someter dicha modalidad a un eventual referéndum de
aceptación o rechazo para futuros comicios,
el reto es salir a votar para
poder cambiar todo aquello que hoy impide avanzar. Además de que es a partir de
dicho ejercicio ciudadano, como a todos los partidos políticos del país y
movimientos organizados de independientes se les hará viable influir para
seguir creciendo.
Desde luego, lo ideal ahora es que ese
ejercicio de votar se produzca sobreponiéndose a la fuerza de las minorías que
se inclinan por cambiar en un ambiente de odios, rencores y diferencias
convertidas en justificación permanente contra la razón y la racionalidad. La
mayoría no cree en el presente estado de cosas; rechaza la idea de seguir
transitando por el actual camino. Y lo hace porque cree en una Venezuela
convertida en un país de bienestar, seguro, confiable; alejado de guerras.
Modelo de felicidad.
Hay que votar. Practicar el derecho ciudadano de elegir inteligentemente. Cumplir con la necesidad en la que se encuentra el país de superar sus obstáculos de hoy.
Egildo Lujan Navas
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