El socialismo viene ganando, desde hace
tiempo, la batalla cultural. No existen demasiadas dudas al respecto. Han
logrado que su vocabulario sea universalmente utilizado en el discurso político
contemporáneo. Hasta los que afirman oponerse a sus miradas, las repiten
inconscientemente sin tomar nota de que las mismas forman parte de su histórico
arsenal.
Es evidente que los defensores de la
izquierda más tradicional han hecho muy bien su trabajo. Lograron impregnar la
cultura, modificar el lenguaje cotidiano, instalar perspectivas que no ofrecen
resistencia naturalizando aquello que, a todas luces, no tiene a su favor nada
que lo justifique.
Pese a los innumerables disparates de los
gobiernos, la sociedad global sigue progresando a paso decidido gracias a las
invenciones de muchos individuos y a la potencia creadora de la actividad
privada, verdadera locomotora del desarrollo, y no precisamente por mérito de
las intervenciones estatales o de las "genialidades" de los
políticos.
Queda cierta sensación de que el mundo podría
estar mucho mejor, y la prosperidad podría multiplicarse si no se hubieran
entrometido los pseudo intelectuales que contaminaron al planeta con sus
mentiras seriales.
Que los socialistas sigan transitando su
camino no llama la atención. Después de todo, no les ha ido tan mal con esa
impronta. No existen motivos suficientes para que hagan grandes cambios en lo
estratégico.
Lo inexplicable es que quienes promueven las ideas de la libertad sigan cayendo, a diario, en la ingenua trampa de sus adversarios, esos que triunfan casi siempre. Son los que han demostrado una gran destreza en estas lides. Justamente por eso, los que están profundamente convencidos, no deberían ceder un centímetro frente a esos retorcidos planteos.
La inmensa mayoría de los ciudadanos se
comporta como observadora de esos intercambios. Se sabe que de un lado están
los que apoyan unas ideas, y en el extremo opuesto, los que comulgan con
visiones que están en las antípodas. Es esperable que cada uno impulse su propia
percepción.
Los socialistas son disciplinados y se
ajustan a rajatablas a su manual. Saben que su tarea es repetirlo todo. Para
eso utilizan "lugares comunes", frases demasiado trilladas,
expresiones repletas de intencionadas simplificaciones, plagadas de falacias
minuciosamente elaboradas, con consignas que parecen lógicas pero que no
resisten ningún análisis.
Quienes proponen vivir en una sociedad
abierta, deberían apelar a los abundantes argumentos disponibles, que
encuentran sustento en evidencias demasiado visibles, esas que pueden ser
exhibidas fácilmente porque son cotidianas. La mayoría de los seres humanos
gozan de los beneficios del capitalismo y la globalización, aun viviendo en
países cerrados, bajo regímenes populistas y con elevados niveles de
intervencionismo estatal.
Resulta vital entonces "no seguirle el
juego" a la izquierda. Ellos han cooptado el sistema educativo en todos
sus estamentos. Han diseminado sus ideas a mansalva en los textos de los libro
de historia, economía y política. Apostaron a construir un esquema de
adoctrinamiento y por eso avalan un sistema estatal centralizado, con planes de
estudio que controlan y diseñan. Fueron más allá al asegurarse que los docentes
que dictan esos contenidos sean los fieles guardianes de esa conquista
ideológica.
Es imperioso que quienes entienden esta
dinámica perversa a la que recurre este sector político, no se someta tan
mansamente a ese proyecto hecho absolutamente a su medida. Ellos quieren que
sus contrincantes desistan y no se animen siquiera a decir lo que creen. Y hay
que decirlo, han logrado con todo éxito que los que piensan diferente se
sientan tan culpables que abandonen su prédica por considerarla políticamente
incorrecta.
Saben que si en el mundo de las ideas no se
da este debate, los políticos seguirán diciendo lo mismo, es decir solo aquello
que se traduce en votos, ignorando todo lo que pueda perjudicarlos en sus
aspiraciones. Si los que pueden dar una honesta discusión no lo hacen por temor
y se comportan como dirigentes, la contienda tendrá idénticos desenlaces.
No se debe mezclar el mundo de las ideas con
el terreno de lo electoral. Los políticos se mueven para conseguir apoyos
electorales, pero en el debate no se puede ser timorato. Confundir roles
resulta tremendamente perjudicial y muy peligroso, sin embargo es un hecho que
sigue siendo frecuente.
Hay que perder el miedo a decir lo necesario.
Se puede ser sutil, delinear propuestas alternativas y hasta buscar
determinados consensos, siempre con el objetivo de lograr mayor libertad, pero
la actitud nunca puede ser claudicante, porque de ese modo la derrota seguirá
siendo sistemática y estará asegurada eternamente, casi como una profecía
autocumplida.
Las omisiones, en este caso, terminan siendo
una inadecuada elección. Se pueden obtener logros intermedios, trabajar solo
con lo posible y hasta apelar al pragmatismo, pero ser condescendiente no
parece ser el mejor sendero. No decir lo correcto en el momento preciso puede
entenderse como un modo de admitir que ciertas ideas impropias tienen algún
asidero.
No es necesario ser tan insensato. Se puede ser inteligente a la hora del planteo, pero tampoco es imprescindible faltar a la verdad solo para no incomodar a los interlocutores del socialismo de turno, y mucho menos por una cobardía manifiesta. El desafío es realmente complejo, pero claro que vale la pena intentarlo. Se debe ser firmes cuando de convicciones se trata sin caer en estos habituales descuidos inconvenientes.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
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