Dicen
que cuando va a llover, Dios decide mover entre las nubes un carro ligero y
reluciente. Y en ese vehículo van la tempestad y su interminable corte de
relámpagos. Es la borrasca que lanza fuegos ardientes y hace estremecer la
tierra.
¿A quién no le asustan los relámpagos? Hasta
los pararrayos les sienten cierto temor, entre otras cosas, porque aparecen
casi sin avisar. La presencia de este fenómeno natural, según los meteorólogos,
depende de factores tales como el grado de ionización atmosférico, además del
tipo y la concentración de la precipitación.
En nuestra vida, los relámpagos se producen
por situaciones ‘similares’ a los explicados por los expertos. Ellos llegan de
repente y nos sorprenden en la intemperie, sin darnos la menor posibilidad de refugiarnos.
Es
nuestro invierno, el mismo que cubre nuestro cielo de una oscura y turbia
sombra. Es la violenta perturbación de la atmósfera de la vida. Algunos le dan
el calificativo de ‘problema’, a dicho aguacero; otros prefieren tildarlo de
‘angustia’; y los más pesimistas lo califican de ‘fatalidad’.
Pero
si lo analizamos bien, no como expertos del clima, sino como formadores del
espíritu, podríamos encontrarle grandes beneficios a nuestro frío temporal. Una
tempestad no es del todo mal; pues no hay mejor escuela que la adversidad del
tiempo. En cada problema, hay una semilla de futuros triunfos. Lo intolerable
no es sufrir los estragos de un aguacero, sino el miedo de no tener dónde
guarecerse y pensar que jamás se va a salir a flote.
Cuando
llueve, los grandes beneficiados son los cultivos que están en pleno desarrollo
vegetativo. Así las cosas, un aguacero también podría ayudarnos a ‘germinar’
nuestra vida. Además, después de la tormenta, la calma llega. Y es en ese
preciso momento que todo se torna color rosa.
Es
cierto que en nuestra vida hay días terribles, diríamos que demasiados
‘lluviosos’. Son esas épocas cuando no sabemos qué hacer, ni a quién recurrir.
Pero, ¿será que sirve de algo vivir triste? La verdad, ¡no!
Por
más que llueva, algún día escampará. El sol va a brillar de nuevo. ¡Ah! Y sólo
tiene éxito quien se levanta, aunque caiga; o quien se esfuerza sin dejarse
derrotar, así fracase muchas veces. ¡Usted no maneja el tiempo!
Cuando
era adolescente, mi padre me contó, que un día un campesino le pidió a Dios que
le permitiera mandar sobre la naturaleza para que, según él, le rindieran mejor
sus cosechas. ¡Dios le concedió tal deseo! Entonces, cuando el campesino quería
lluvia ligera, así sucedía; cuando pedía sol, éste brillaba en su esplendor; y
si necesitaba más agua, llovía con mayor regularidad.
Pero
cuando llegó el tiempo de la cosecha, su sorpresa y estupor fueron grandes,
porque resultó un total fracaso. Desconcertado y medio molesto, le preguntó a
Dios por qué salió así la cosa, si él había puesto los climas que creyó
convenientes.
Dios
le contestó: “Tú pediste lo que quisiste, pero no lo que de verdad convenía.
Nunca pediste tormentas, y éstas son necesarias para limpiar la siembra,
ahuyentar aves y animales que la consuman, y purificarla de plagas que la
destruyan...” Así nos pasa: queremos que nuestra vida sea puro amor y dulzura;
nada de problemas. El optimista no es aquel que no ve las dificultades, sino
aquel que no se asusta ante ellas, no se echa para atrás.
Por
eso podemos afirmar que las dificultades son ventajas, las dificultades maduran
a las personas, las hacen crecer. Hace falta una verdadera tormenta en la vida
de una persona, para hacerla comprender cuánto se ha preocupado por tonterías,
por chubascos pasajeros.
Reflexión:
Lo importante no es huir de las tormentas, sino tener fe, esperanza y confianza
que pronto pasarán y nos dejarán algo bueno en nuestras vidas.
Zenair Brito Caballero
britozenair@gmail.com
@zenairbrito
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