La
palabra líder no es de origen español; viene del verbo inglés to lead, que
significa “guiar”.
Cuando
se empezó a usar en nuestro idioma hace un siglo, los puristas, siempre tan
oportunos ellos, decían que era innecesaria, pues ya teníamos cabecilla,
cacique, caudillo y jefe. El tiempo demostró que un líder es otra cosa. La
noción, aplicada a la dirección del Estado, es contemporánea y democrática, pues
bajo el despotismo ilustrado había reyes, iluminados o no, pero no líderes.
Aunque
en Colombia hay gente competente, el sistema es refractario al liderazgo y
hace todo lo posible para triturar a los posibles líderes entre el
clientelismo, la corrupción y lo que en inglés se conoce como character
assassination. Si todo lo demás falla, siempre queda el magnicidio. Parecerá
una paradoja, pero quien sí tiene una remota posibilidad de ejercer de líder es
el presidente de la República, ilusión vana entre nosotros, pues no se le
ocurre a uno ningún presidente colombiano que haya sido un líder indiscutible,
por el estilo de F. D. Roosevelt, De Gaulle, Churchill, Gandhi o Mandela.
Quizá
sí hubo un líder en potencia, Luis Carlos Galán, asesinado antes de ser puesto
a prueba. Es a la luz de este líder sacrificado que el cinismo de un personaje
como Antonio Álvarez Lleras, el correveidile de Vargas Lleras en Cambio
Radical, adquiere talla de pigmeo. Su mensaje es: sí, otorgamos avales a Kiko
Gómez, a su ficha, Oneida Pinto y a quien nos da la gana. ¿Y qué? Da vergüenza
mencionar las justificaciones de este señor: la persona cuestionada no ha sido
condenada, la gente la quiere. Pues bien, señor, mucha gente quería a Pablo
Escobar y hubo un largo tiempo en que el capo no tenía ningún proceso penal
vigente, de modo que calificaba para su aval. Por si acaso, en los demás
partidos la cosa no está mucho mejor.
¿El
liderazgo es siempre bueno? Sí, el concepto tiene ese sesgo. Por ejemplo,
Álvaro Uribe hubiera podido ser un líder, pero para infortunio nuestro decidió
ser un caudillo, un cabecilla, un cacique, un jefe y cosas peores. Santos se
volvió presidenciable bajo este liderazgo viciado y no salió incólume de tantas
contorsiones políticas. El camino culebrero que debió recorrer hasta llegar al
poder le inculcó malos hábitos, como la politiquería que abunda en sus
decisiones.
Además,
no irradia autoridad; eso no tiene vuelta de hoja. De ahí que las Farc hayan
interpretado su desescalamiento como debilidad. Al presidente se le olvidó por
un rato con quién estaba negociando, hasta que en una de esas la columna móvil
Miller Perdomo le echó encima los cadáveres de 11 soldados, a sabiendas de que
era una afrenta imposible de ignorar. No quedó entonces de otra que subir la
presión militar con las consecuencias que hemos visto en estos días. Y digo que
Santos olvidó con quién negociaba, porque las Farc solo creen en la fuerza
bruta, propia o del enemigo. Están en La Habana porque saben que no pueden
ganar la guerra y, lamentablemente, alguien tenía que recordarles ese pequeño
detalle. El presidente también debe poner ahora un plazo definitivo para la
firma del proceso de paz, digamos, de un año. Si los señores del Secretariado
se van a tragar los sapos que les corresponden, se los tragan en ese lapso; si
no, es que no tenían intenciones de tragárselos para comenzar. Yo creo que sí
se los tragan, por miedo, solo que bajo extrema presión. Anochecerá y veremos.
Andres
Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
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