En las últimas décadas se han producido
cambios importantes en la sociedad internacional. Los Estados ya no son los
únicos sujetos jurídicos, ahora hablamos de organizaciones internacionales, del
individuo, de la comunidad internacional, entidades que tienen hoy incuestionable
subjetividad jurídica, es decir, capacidad de actuar con sujeción al Derecho
Internacional en las relaciones internacionales, un sistema también en
constante evolución, basado hoy más en la solidaridad para enfrentar los retos
comunes que en la cooperación.
También el Derecho Internacional, que se
adapta a esas nuevas realidades, se transforma con el surgimiento de nuevas
normas jurídicas de rango superior, las imperativas o del jus cogens, inderogables, entre ellas, las relativas a
los derechos humanos; y la evolución de ciertos principios fundamentales, entre
los cuales, el de la soberanía que deja de ser absoluta, lo que permite que
ciertas materias, antes exclusivas de los Estados, pasen a ser del interés de
la comunidad internacional que ahora puede, en el ejercicio de una suerte de
actio popularis, velar legítimamente por su respeto.
Uno de esos
principios básicos del Derecho Internacional, reconocido en la Carta de
las Naciones Unidas, en el pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966 y numerosas
Declaraciones y resoluciones de la Asamblea General de la ONU, es el relativo a
la autodeterminación de los pueblos que abarca no sólo lo relativo a su
independencia como Estado, en sus relaciones externas; sino, la
autodeterminación interna en cuanto a la forma de gobierno y el sistema
económico y social que los pueblos decidan.
El principio, de origen remoto, ya esbozados
en los proceso de creación de la Confederación Helvética (Suiza) y de los
Estados Unidos, se consolidó en la década de los sesenta cuando se aprobó la
Declaración sobre la independencia de
los países y pueblos coloniales que abrió el camino a una reestructuración
cuantitativa importante de la sociedad internacional. Hoy constituye además el pilar en el cual se
basan las sociedades nacionales para decidir libremente su futuro como nación.
Algunos regímenes como el venezolano recurren a su aplicación para justificar la rigidez del principio de la soberanía y de esa manera impedir escrutinios externos en materias que relevan de la competencia de la comunidad internacional, como la relativa a los derechos humanos, violados sistemáticamente por ellos, con el fin exclusivo de imponer un sistema que no es precisamente el reflejo de una decisión nacional de la mayoría.
Los pueblos deben decidir su destino. Las
mayorías tienen el derecho de escoger su modelo político y el sistema económico
y social que más les convenga, siempre, desde luego, en respeto pleno de las
normas internacionales, siempre preeminentes.
Los seudo revolucionarios del siglo XXI
exigen con afán el respeto del principio de la “autodeterminación de los
pueblos” en sus relaciones externas para confrontar al “imperio” y las voces
democráticas del mundo. Pero lo ignoran groseramente en su vertiente interna
cuando desconocen la voluntad de las mayorías.
En Venezuela la inmensa mayoría -y en ello las encuestas son muy claras- exige respeto de las reglas democráticas y la posibilidad de manifestarse libremente en elecciones transparentes, necesariamente en manos de árbitros internos confiables y debidamente observadas por la comunidad internacional; la instauración de un modelo no excluyente, no discriminatorio, basado en las libertades y en los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales aceptados por todos como normas fundamentales para la convivencia y la existencia misma de la humanidad.
Estamos paradójicamente ante una “minoría
aplastante” que trata de imponerse por la fuerza, una minoría a la que por su
evidente debilidad electoral le aterra medirse de manera transparente, en
comicios libres y honestos, para lo que manipula con descaro los
procedimientos, las técnicas y las reglas electorales, muestra de ello la
alteración de los circuitos electorales, el amedrentamiento y la coacción sobre
el electorado, todo lo que representa un ventajismo puro y simple, y otras
triquiñuelas que le permitan lograr una especie de “mayoría minoritaria” en las
próximas elecciones parlamentarias, si llegaran a celebrarse, despreciando con
la desfachatez propia el deseo de la mayoría de
los venezolanos que exigen un cambio de rumbo en todos los sentidos.
Las autoridades coloniales fueron combatidas
por los movimientos de liberación nacional a los que incluso se les reconoció
un estatuto jurídico internacional, muestra de su legitimidad. A los gobiernos
despóticos, equivalentes a esas odiosas autoridades coloniales que oprimieron
por años en nombre de valores personales, no se les combate con esos
movimientos revolucionarios armados, sino con las normas y los principios en la
mano, con la protesta siempre legitima de los ciudadanos, aunque algunos
encuestadores más bien lobistas de unos y otros en el exterior c “venden” un
país que no es precisamente el de todos, afirmen que la protesta es expresión
pura de violencia.
Estos movimientos civiles y pacíficos, no
armados, como los que enfrentaron el reto de la colonización y los abusos
requieren hoy como entonces, del apoyo de la comunidad internacional
representada no sólo por los gobiernos, los Parlamentos y las instituciones nacionales,
sino por órganos internacionales, por los políticos y autoridades del mundo que
definen la democracia y la libertad como la única forma de vida en sociedad en
la que el individuo puede disfrutar de todos sus derechos.
Los venezolanos debemos ejercer por todos los medios legales el derecho a nuestra autodeterminación como pueblo y a escoger el sistema de gobierno que más nos convenga: ese es el gran reto.
Victor
Rodriguez Cedeño
vitoco98@hotmail.com
@vitoco98
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