La nueva matanza de
militares en el corregimiento de Timba, Cauca, pudo haber sido evitada. Pero no
lo fue. Las Farc pudieron transportar sus bandidos y su arsenal como quisieron
y concentrarlos allí, en el punto que habían escogido para montar la cobarde
emboscada. Nadie vió sus preparativos, ni su avance por carreteras y montañas,
pues la vigilancia aérea y terrestre de los narco-terroristas había sido
descartada semanas antes.
Los llamados de los
soldados para pedir apoyo aéreo en los primeros momentos del ataque no fueron
atendidos. La Fuerza Aérea, el instrumento del Estado más móvil y que más temen
las guerrillas, tenía prohibido defender
a la fuerza pública: el presidente Juan Manuel Santos había dictado esa orden
absurda argumentando que las Farc
estaban “respetando” el cese al fuego unilateral y que había que participar en
el “desescalamiento del conflicto”.
Ahí están los
resultados de ese cálculo inepto e imbécil: 11 militares tomados por sorpresa y
asesinados y otros 20 heridos (sin hablar de los otros ataques en otros lugares
durante las últimas semanas), tras un acoso nocturno de cuatro horas y media,
en medio de la lluvia, en el que los asaltantes emplearon obuses, granadas y
ráfagas de fusil.
Santos sabía mejor
que nadie que las Farc jamás en su larga historia criminal han respetado sus
promesas, ni han dejado de matar colombianos cuándo y donde quieren. El sabía
que la tal tregua unilateral de las Farc era una impostura. Pese a ello, dió
esa orden y salió a marchar con éstas el 9 de abril. Al mismo tiempo, las Farc
preparaban en secreto la sangrienta emboscada del 14 de abril.
Entre la matanza de
Timba y la orden de Santos hay una relación de causa a efecto. Hay un hilo de
sangre muy directo y patente entre esos dos hechos. Santos quedará
definitivamente ligado al gravísimo episodio pues su orden creó las condiciones
para que las Farc organizaran esa demostración de fuerza, que aterra hoy al
país y a la fuerza pública.
En un Estado de
Derecho, la situación creada por la orden presidencial y por su resultado
inmediato, la matanza del 14 de abril de 2015, desembocaría en un juicio de
responsabilidades. Quien dio esa orden
es responsable de ese resultado, así como son responsables los mandos civiles y
militares que decidieron, en los momentos cruciales, mientras los militares
atacados pedían apoyo aéreo, no enviar las aeronaves de combate para reprimir a
los asaltantes. Aunque el ataque duró cuatro horas y media, nadie en las altas
esferas movió un dedo por esos soldados.
Tenían que respetar la alucinada orden presidencial que prohibía toda acción
de la Fuerza Aérea contra las Farc.
Ese es el infame
proceso de paz en Colombia. Esa es la dirección que el presidente Santos le ha
dado a las conversaciones con las Farc en La Habana. Un proceso que
produce resultados tan aberrantes contra
Colombia no puede ser llamado así. Hay que llamarlo como lo que es: un proceso
de muerte. Colombia ha sido metida con engaños en una espiral de muerte física
y mental gracias a esa farsa “de la paz”.
Esa espiral siniestra gira y se desboca y avanza en la destrucción de
los intereses de Colombia. A eso es que, precisamente, se refiere el dictador
Raúl Castro cuando dice que el proceso de paz en Colombia “va muy bien”. Hay
que ponerle fin a esa operación mentirosa en La Habana que Santos y las Farc
llaman proceso de paz. Pues Colombia necesita la paz, pero la verdadera.
La ciudadanía y sus
representantes parlamentarios pedirán
explicaciones. Los hechos deben ser examinados. Ni la opinión ni los
congresistas conocen los pormenores de lo ocurrido en la noche del 14 de abril
de 2015 en la vereda La Esperanza del municipio de Buenos Aires, Cauca. El país debe saber todo al respecto. Es la
primera vez que en Colombia un presidente decide inmovilizar la Fuerza Aérea,
el principal elemento de lucha contra el mayor enemigo de Colombia. Esa orden
estrambótica, un paso importante hacia el suicidio nacional, hacia el cese
bilateral de fuego, abrió una avenida a los terroristas para que golpearan
con saña a la fuerza pública. Algunos observadores, entre los que me encuentro,
habían previsto ese desastre. Es la primera vez que una orden presidencial
absurda propicia en forma tan directa un
acto de guerra que mina la moral de las Fuerzas Militares.
Santos piensa que
saldrá de esa encrucijada con una nueva pirueta: con la contraorden de
“levantar la suspensión de bombardeos a los campamentos de las Farc”. No le
quedaba otra opción ante la cólera de la base militar. Pero esa medida no
basta. Para que las Fuerzas Armadas recuperen la iniciativa se requiere una
orientación inteligente y soberana, no dirigida desde Cuba. Lo propuesto por el
ex presidente Uribe de exigir la concentración de las huestes de las Farc en un
solo punto de la geografía es indispensable.
Sin embargo, en lugar
de analizar el significado del giro dado por las Farc al realizar la matanza de
Timba, Santos sigue en su línea de complacerlas, al proclamar que hay que
“acelerar las negociaciones que pongan fin a este conflicto”.
La línea de las Farc
es esa. Sus voceros en las ciudades lo dicen más explícitamente: aquí no ha
pasado nada, hay que “acelerar el proceso de cese bilateral al fuego”. Las Farc
explotan esa tragedia para pedir la rendición del Estado, bajo la forma de un
cese bilateral al fuego. Para poder realizar, sin trabas, mil asaltos como el
de Timba cada mes y en cada departamento, hasta que puedan entrar a Bogotá a
tiros y morterazos. Para eso es el
proceso de paz.
Treinta familias
lloran hoy a sus hijos y Santos no tiene la menor frase de solidaridad con
ellas. La pérdida de esos soldados es cantidad menor para ese personaje. No
hubo ni un saludo a esas familias. Ni un elogio a la valentía y abnegación de
sus hijos. Santos no propuso ningún acto simbólico en honor de ellos. Nada. Han
muerto unos soldados y punto. La distancia que hay entre ese extraño mandatario
y la base militar colombiana produce escalofríos.
Eduardo Mackenzie
eduardo.mackenzie@wanadoo.fr
@MackenzieEdo
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