Un buen señor decide
construir un edificio en una zona popular de Caracas. Emprendedor él, logra
conseguir tras mucho esfuerzo los materiales fundamentales para tal empresa
como cemento, vigas y cabillas, pese al desabastecimiento feroz derivado de las
expropiaciones, latrocinios y depredaciones de La Revolución.
Luego llega a
acuerdos monetarios con los capos de uno de los tantos Sindicatos de la
Construcción, organizaciones lucrativas
propiedad de adeptos al gobierno, cuyas tareas básicas son la venta de puestos
de trabajo y el asesinato de la competencia.
Una vez resueltos
estos problemas, y tras largos meses de esfuerzo, el buen señor observa
orgulloso su obra casi terminada.
Pero hete aquí que en
una madrugada cualquiera llegan dos camiones ocupados por hombres armados y
muchas mujeres con innumerables infantes en brazos a manera de escudo
intocable. Cortan cadenas, destripan candados, desguazan cerraduras, corren a
patadas al vigilante y se apropian del edificio. Aquél grupo no está
constituido por desamparados con hambre, es otro exponente del facilismo
codicioso en la era revolucionaria: invasores profesionales que una vez
instalados negociarán su nueva propiedad.
De inmediato
despliegan desde las ventanas largas pancartas en las que se lee: “No somos
ladrones ni escuálidos, somos chavistas. Ocupamos este edificio porque no
tenemos casa y nuestros hijos la necesitan. Quisiéramos pagar por estos
apartamentos pero no contamos con el dinero suficiente. Solicitamos ayuda del
Presidente y de La Revolución”.
El señor no puede
creer que aquello le esté sucediendo a él que tan bien ha manejado las
relaciones con el oficialismo. De manera que, armado con sus razones innegables
acude a las autoridades y, después de meses de trámites engorrosos y entrega de
recaudos, el Poder Judicial falla a su favor y emite orden de desalojo.
Pero pasan las
semanas y nadie cumple la orden. Ni la Policía Bolivariana, ni la Estatal, ni
la Municipal, ni la Guardia del Pueblo, ni Las Milicias Populares, ni las
Fuerzas Armadas son capaces de ponerle el cascabel al gato.
Entonces el buen
señor, a través de los oficios de un familiar enchufado, consigue una cita con
un altísimo funcionario ministerial, General para más señas, quien le plantea
la imposibilidad de que algún organismo estatal lleve a cabo el desalojo vistos
los costos políticos de esa medida. Luego le entrega un número de teléfono.
–Hable con esta gente, ellos pueden resolverle el problema. Son miembros de un
Colectivo- dice.
De manera que el
asombrado señor se comunica con La Gente del Colectivo les explica la
situación, paga y queda a la espera.
Días después, algunos
miembros del Colectivo acuden al edificio y solicitan a los invasores la
desocupación del inmueble pero no sólo
reciben insultos sino que además son despedidos a pedradas.
De inmediato los
ocupantes construyen una barricada inexpugnable en la entrada principal.
Pasan dos semanas sin
que nada suceda hasta que una noche un enorme camión embiste la barricada.
Vuelan vigas, barriles, palos, rejas y varios hombres armados entran al
edificio a plomo limpio. Mueren dos, tres, cuatro invasores, el resto es
desalojado a empujones y sus pertenencias arrojadas desde las ventanas.
El buen señor
recupera su edificio, los muertos, muertos quedan y nadie investiga nada. Es un
procedimiento normal.
Estamos en
Revolución.
German
Cabrera
german_cabrera_t@yahoo.es
@germancabrerat
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