No es la idea con la que comenzamos, claro
que no. Una jaula antes de ser construida suele tener la forma de una ilusión,
de un espacio abierto, de una zona de libertad. Las posibilidades se van a
multiplicar para nosotros con este proyecto, con esta empresa, con esta
relación, con este trabajo, con este viaje al extranjero, con este libro. Salvo
por los pocos Diógenes que hay por ahí, el resto de los miembros de la especie
padecemos en algún grado de la dolencia del optimismo y lo más seguro es que no
veamos riesgo alguno en la jaula que empezamos a construir. Así, pronto nos
vamos encariñando con el esbelto entramado, le vamos invirtiendo tiempo, dinero
y afecto. Una jaula en construcción es un bello espectáculo.
Una vez terminada la jaula, la contemplamos
con orgullo ciego y no nos percatamos de que su cerradura da hacia adentro o de
que quien ahora vive en ella tiene las llaves para salir, pero no lo hace,
porque no se anima, no se atreve, le da miedo. El mundo afuera es demasiado
peligroso, demasiado solitario, demasiado incierto. En nuestra jaula nada nos
amenaza, como no sea el propio encierro.
El tamaño de la jaula no es indiferente, por
supuesto que no. Tonto sería decir que quien se encierra en su mansión, en su
yate o en su proyecto multimillonario la pasa peor que el burócrata, el preso o
la monja de clausura. Sin embargo, “aunque la jaula sea de oro, no deja de ser
prisión”. La prueba de fuego consiste en preguntarse: ¿puedo dejar mi bella
jaula o estoy atrapado en ella?
Es mejor disipar el engaño: la libertad que
conocieron los hombres primitivos ya no existe en el mundo contemporáneo. Y aun
para ellos había la jaula de la biología, de la amenaza constante del entorno.
Lo que hoy existe es una libertad derivada, adaptada, recortada. Una
alternativa posible es aprender a vivir en jaulas. Cuentan que los arrendajos,
de canto hermoso, pueden ser domesticados para que salgan de la jaula y vuelvan
a ella. Así muchos nos juntamos con seres afines y entre ellos nos sentimos
menos solos. Los invitamos a nuestras jaulas y les pedimos que se pongan
cómodos. Ellos por reciprocidad nos invitan a jaulas parecidas a las nuestras,
y entonces somos nosotros quienes nos ponemos cómodos. No todas las jaulas,
parece decirnos la vida, se hicieron para volarse de ellas. “Quiero que me
domestiques”, decía el Principito, cuyo creador, Saint-Exupéry, volaba en
artefactos achacosos para escapar a cualquier encierro, hasta que un día fue
dado de baja por un caza de la Luftwaffe y se estampó contra el Mediterráneo.
La muerte, sobra decirlo, es el encierro definitivo.
Más difícil es salir de las jaulas, así las
hayamos construido nosotros.
Pocos lo logran. Yo —lo confieso— no estoy
seguro de mi capacidad de hacerlo. Además, no se puede salir en estampida
porque al abandonar la jaula dejamos atrás trozos de vida, seres queridos,
ilusiones rotas, propias y ajenas. Parafraseando a Beckett, quizá la mejor
opción sea aprender a fracasar mejor, construyendo unas pocas jaulas nuevas,
menos opresivas, más divertidas, mejor iluminadas, con menos barrotes. Un
libro, por ejemplo, es una jaula de la cual el autor sí puede escapar,
terminándolo.
Quizá la más extraña de todas las jaulas sea
la del cuento de Kafka, una jaula que buscaba su ave. A juzgar por el destino
aciago del propio Franz, nunca la encontró.
Andrés
Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
Elespectador.com
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