ROBERTO GIUSTI |
No son pocas las dificultades que deben enfrentar los alcaldes y
gobernadores de oposición, así como las autoridades de las universidades
autónomas y/o experimentales, cuando se trata de cumplir el mandato que sus
respectivas comunidades les trasfirieron
por la vía electoral. Y cuando hablo de obstáculos no me refiero a los
usuales, propios de sus funciones básicas, sino a unos adicionales y poderosos
a través de los cuales se les escatima
el presupuesto, se les arrebata atribuciones, se les crea estructuras paralelas
de gobierno, se les amenaza con los
tribunales y se les sabotea permanentemente cualquier iniciativa dirigida a
mejorar las condiciones de sus gobernados.
En esa tarea compleja, que en toda sociedad regida democráticamente
implica la convivencia y el reconocimiento del otro en funciones de gobierno,
las autoridades locales y universitarias, con posiciones distintas a las
representadas en el poder central,
deben, primero que todo, asegurar el
presupuesto (y eso implica contacto permanente con quien te lo niega de manera contumaz), evitar
la caída en cualquier tipo de trampa dirigida a su destitución y si el tiempo,
los recursos y su margen de acción se lo
permiten, cumplir las obligaciones con la comunidad a su cargo. Para ello con
lo único que cuentan (y eso equilibra en algo las cargas porque no es poca
cosa) es con el apoyo, a veces esquivo, de sus electores.
Existe, sin embargo, un obstáculo adicional y no por eso menos
importante, que se agrega a la acumulación de factores que atentan contra la
estabilidad de los mandatarios locales, en este caso concreto, contra la
Alcaldía del Municipio Chacao. Es así como un grupo de estudiantes en plan de
protesta por la prisión de sus compañeros (causa más que justa), lograron la
cancelación de la clausura (y esto suena
a redundancia pero así fue) del Sexto Festival de la Lectura, que se celebraba
en la Plaza Altamira. Encapuchadas unas, a cara descubierta otras, algo así
como cien personas pusieron fin, con su mera presencia, a una actividad que,
por decir lo menos, es demostración de
que tanto público en general, como gobiernos locales y, en este caso editores y
libreros, no se han dejado llevar por la fatalidad de la polarización pura y
dura. Con la importación de libros reducida al mínimo y la atención de la gente
puesta en la adquisición de bienes indispensables, este tipo de eventos estaba
demostrando, por la nutrida concurrencia, que el conocimiento, la lectura y el
divertimento culto tienen cabida y demanda masiva en un país tan afligido como
este.
Pues bien, no hicieron falta los camisas rojas para desmantelar la
feria del libro porque un pequeño grupo de inconscientes provocó, casi que como
una cita, la aparición de la parafernalia militar y policial. Aunque no se
llegó a mayores, de ahí en adelante la feria se espichó en la soledad de la
plaza, operó una forma, al menos singular, de censura y los stands fueron levantados porque habría
que tener nervios de acero para curiosear libros, leer solapas, decidirse por
un título o por otro y llevarse algún ejemplar, mientras a cincuenta metros un
guardia saliva de placer adelantado esperando el menor movimiento sospechoso
para lanzarte un peinillazo.
Pero no se confundan. En absoluto estamos en contra de la protesta
pacífica y eficaz y más en el caso de los estudiantes presos. Ahora, si se va a
salir a la calle, ¿no sería mejor, mucho más útil y de mayor impacto hacerlo,
por ejemplo, en la Plaza de Catia? Claro, allí el alcalde no es Ramón Muchacho.
Roberto Giusti
rgiusti@gmail.com
@rgiustia
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