PLINIO APULEYO MENDOZA |
Recientemente
se cumplieron los dos primeros años de los diálogos en La Habana entre las FARC
y el Gobierno. La prensa reconoce que en esta larga búsqueda de una paz
sostenible hace falta generar confianza en la ciudadanía. Supongo que para ello
se ha lanzado a los cuatros vientos el máximo emblema de “Soy capaz”. ¿Capaz de
qué?, nos preguntamos muchos. ¿De aceptar lo inaceptable? De pronto.
No,
no se trata, como lo asegura la propaganda oficial, de elegir entre la paz y la
guerra, sino de ver las atrevidas implicaciones que supone cada acuerdo. El
otro día, escuchando a Fernando Londoño en La hora de la verdad, me sorprendió
su análisis de las once nuevas instituciones convenidas con las FARC y dadas a
conocer recientemente. Los rótulos que llevan parecen inofensivos: un consejo
para la reconciliación y la convivencia, veedurías ciudadanas y observatorios
de transparencia, consejos territoriales, un sistema especial de alertas
tempranas y otras más de similar perfil. Londoño nos muestra cómo terminan
dibujando un nuevo orden institucional que va a darles a las FARC un real poder
a lo largo y ancho del país.
A
estas conquistas se suma la más grande que han logrado. Tiene que ver con la
guerra jurídica encaminada a poner de rodillas a nuestras Fuerzas Armadas. Pero
el primer gran golpe dado contra ellas no lo dieron las FARC sino –quién iba a
pensarlo– el acuerdo suscrito por el entonces ministro de Defensa, Camilo
Ospina, y el fiscal Mario Iguarán, acuerdo que puso fin al fuero militar. Se
buscaba con ello dar en el exterior una imagen de transparencia, teniendo en
cuenta la mala reputación difundida por conocidas ONG sobre la justicia militar
en nuestros países.
Nunca
nadie llegó a imaginar que los duros golpes dados a la guerrilla bajo el
gobierno de Uribe iban a provocar que las FARC pusieran en marcha con inquietante
éxito su guerra jurídica.
Dentro
de este nuevo escenario, la Ley de Justicia y Paz, que concedía beneficios y
penas alternativas a guerrilleros y “paras” a condición de que confesaran sus
delitos y denunciaran a sus cómplices, iba a convertirse en la mejor arma para
criminalizar al Ejército. En efecto, por causa de los falsos testigos buscados
y pagados por agentes de la subversión, los mejores y más exitosos militares en
la lucha contra la guerrilla fueron objeto de amañados procesos y abrumadoras
condenas.
Como
bien lo escribe el coronel Hernán Mejía Gutiérrez, la imposición
desproporcionada de prisión con penas de 40 o 60 años por operaciones
militares, ignorando las pruebas y la doctrina de guerra, sumada al abandono
institucional para su defensa, han minado definitivamente el espíritu y la
moral de las tropas.
Hoy
día, muchos colombianos desconocen una pavorosa realidad: más de 15.000
militares permanecen detenidos en centros de reclusión por obra de una Fiscalía
parcializada que anula para ellos la presunción de inocencia y termina
convirtiendo operaciones de guerra, que en cualquier parte del mundo son del
resorte exclusivo de la justicia penal militar, en conductas violatorias del
derecho internacional humanitario.
Por
cierto, las altas penas que se han impuesto a oficiales como Uscátegui, Del
Río, Arias Cabrales, Plazas Vega, Mejía Gutiérrez y muchos otros más tienen
como propósito ponerlas en pie de igualdad con las que se han dictado contra
los comandantes guerrilleros, a fin de que en un proceso de justicia
transicional militares y terroristas sean vistos como responsables de las
mismas culpas y obtengan iguales beneficios.
¿De
qué puede servirnos tener un ejército de rodillas cuando concluyan estos
azarosos y secretos diálogos de La Habana, cuyo real desenlace desconocemos?
Plinio
Apuleyo Mendoza
plinioapuleyom@gmail.com
@PlinioApuleyoM
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