El orden siempre ha sido el mayor desafió para una
sociedad en crisis. La estremecedora avalancha de violencia criminal que está
soportando la población venezolana en todas las regiones del país-
especialmente en el Distrito Metropolitano de Caracas - está llevando a la
nación a un estado de virtual disolución social. Cuando el Estado no tiene una
respuesta para la inseguridad del ciudadano, se forja en el seno de la sociedad
un criterio sustitutivo o de reemplazo. No existe mejor herramienta para la
lucha contra el delito que una respuesta democrática y la propia ley.
Una delincuencia feroz, carente de toda inhibición
moral se ha adueñado de los lugares públicos y hasta invade con espeluznante
impunidad la intimidad de los hogares y vida familiar, ante la incomprensible
pasividad de un Estado débil e impotente, que ha renunciado a la más elemental
de sus obligaciones: velar por la seguridad pública y jurídica de todos los
ciudadanos. La seguridad y la justicia son valores primordiales para cualquier
comunidad. Sin ellos, ninguna sociedad puede subsistir como tal. En la
Venezuela de hoy, esos dos valores han perdido vigor como producto de la
degradación del Estado en el cumplimiento de sus funciones irrenunciables. La
sociedad clama por su inmediato fortalecimiento; nos los está diciendo de todos
los modos posibles. Quienes pueden, han venido encomendado a empresas de
vigilancia privadas cuidar todo cuanto las instituciones públicas no pueden
reguardar.
Restablecer el pleno imperio de la seguridad no es
tarea exclusiva de un gobierno ni de un partido político. Es una empresa que
debe ser encarada como política básica de Estado, compartida con todos los
sectores del país, para hacer frente a la brutal escalada del crimen. La
responsabilidad por este gravísimo deterioro se debe a que el Estado ha
renunciado al uso monopólico de la fuerza en función de la ley y nada más que
de la ley. Lo que ha hecho es poner en peligro la vida de los ciudadanos, un
ejemplo es haber apelado al poder de policía por sobre el poder de la ley y
otorgar patentes de corso para asegurarse colaboradores en la lucha por
continuar como autoridad absoluta no limitada por las leyes ni por ningún
control constitucional, dando origen hoy día a las formaciones inorgánicas: los
denominados colectivos armados. Con lo que se sembró la semilla que sólo podía
producir una recolección o cosecha trágica y desquiciadora de toda mínima
noción de orden y legalidad.
En el fondo de esta situación de inseguridad
ciudadana palpita, claro está, la predilección por el enfrentamiento y la
renuncia a consensos que promuevan la convivencia asentada en el
perfeccionamiento del dialogo. La verosimilitud de la ley se eclipsa y el
disenso se convierte en agravio. Un creciente empobrecimiento cívico se expande
día a día en Venezuela. Este feroz reduccionismo de lo cívico a lo
temperamental no fortalecerá, por cierto, el transito indispensable hacia un
porvenir democrático y republicano. Pues, lo que se reivindica, no es la
legalidad que emana de la Constitución y leyes sino la que impone un grupo y un
partido político. Al final de cuentas la sociedad está agotando su paciencia.
La situación no da para más. Nada es tan urgente en el país como detener la
oleada criminal que está arrinconando a la población contra los tenebrosos
murallones del miedo y el espanto.
Sixto Medina
sxmed@hotmail.com
@medinasixto
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