Era la tarde, el jardín lucía de
impecable verdor con matices florales de variados, caprichosos, multiformes
colores y fragancias. La presencia en ausencia del Rey se dejaba sentir a
plenitud, colmando todos los espacios con su magia.
La princesa heredera deambulaba
por todos los rincones, vestía su dorada bata de seda producida por una exclusiva selección de
gusanos celosamente conservados para las damas de la familia real durante todo
el imperio Ming, en donde se recogían
grabados sus triunfos, sus glorias, de batallas heroicas de las guerras que
estructuraron el imperio o los campos de amor, donde la libido alcanzó su
plenitud de fuego, adecuados a cada
espacio de su cuerpo, según se alcanzaban los encuentros de los
grandes períodos, que se desprendía
suelta desde sus hombros para cubrir su desnudez sin obstáculo alguno dibujando
a plenitud sus impecables senos cóncavos inhiestos, cálices guardianes de inalcanzable lujuria inmaculada y los
espacios vírgenes de todos los encuentros habitáculos de lo sublime,
hilvanaba nostalgias, hilaba sueños, entretejía el futuro que deslizaba entre los dedos su inasible forma.
De la manos del Rey había recorrido La República, visitado prudente la sabiduría de La Política, reflexionado
tantas veces en torno a las lecciones
sutiles por sabias del Tao Te King,
según eran las lecciones de Confucio para la realización de los detalles
de la verdad, el amor, el poder, conjugados con los testimonios de Agar y de
Sara para la realización de los altos destinos, sin que escapase nada de las
posibilidades del Príncipe en el Paraíso Perdido, que bien pudiera ser
Barataria, ínsula, territorio único donde gobernados y subalternos crecieran en
su dignidad diferenciada según juntos iban recreando el mundo. ¿Qué hacer para que el reino permanezca, cuáles los secretos del buen gobierno, cuáles los riesgos surgidos
desde dentro, venidos desde fuera?.
Desde dentro de uno. Desde dentro de todos los rincones del imperio y
los que llegados desde fuera lo pusieran en riesgo. Sabía, tal la sabiduría del
Rey, que compartió desde los primeros momentos,
que la defensa del imperio ante los acosos ajenos radicaba en sus
condiciones, en su cualidad interna. Alguna vez, lo recordaba ahora, le escuchó
reiterar que la grandeza del imperio
radicaba en su poderío interior, pero que éste, más que en la capacidad bélica
y en la fuerza económica - que eran imprescindibles - radicaba en la sabiduría
del buen gobernar para lograr la
fidelidad del súbdito como el pleno ejercicio de su libertad, de modo que su
conciencia de ser súbdito le permitiese conservar la distancia y ejercer la
licitud de sus funciones con grandeza. Dijo, muy fuerte, el súbdito debe
sentirse rey en la dignidad de su propio espacio para que no lo tiente la
avaricia, para que no lo toque la codicia, pero mantenga con dignidad lo que le
es propio y pueda entonces comprender cuál es la propiedad del Rey, la función
de ser Rey y la comprensión de lo que es el reino y, sólo así, sabrá qué es ser
Rey y cuál su función de súbdito del reino, diría mejor, explicó, ciudadano del
reino. Lograr esto era la cualidad del buen gobernar del Rey, que en la memoria
del rey padre, evocó la sentencia de Alejandro, el Grande, “debo más a
Aristóteles, mi maestro, que a Filipo, mi padre, éste me dio un reino y aquel
me enseñó a gobernarlo”. La princesa pensaba en voz alta, sus gestos traducían
mucho más la necesidad de escucharse que la de ser oída.
Absorta se quedó la princesa escuchando
el silencio. De sus manos cayó un trozo de futuro que hizo eco según la última
sentencia pronunciada por ella. No tuvo tiempo de recogerlo, alguien, quizá uno
de sus súbditos anónimos o un visitante de algún otro reino, se levantó para
devolverlo. Con su venia, se inclinó para recibirla:
-“ Permítame
decirle que la he estado oyendo, observando todo mi propio tiempo de
contemplación según mi propio sueño y
aprehensión de las cosas y hechos. Mis ojos me permiten ver lo que otros se
niegan a escuchar y cargo mis oídos con la mirada suficiente para oír lo que
tantos se niegan a mirar. Será una Magnífica emperatriz, tal he visto su modo
de reflexionar. Pero, lo será igualmente porque ante mí, de momento, invasor -
modo de ser mío en este instante, y no
su súbdito porque pertenezco a otro reino, del cual soy fugitivo- muestra reacciones de prudente sorpresa, no de terror ni miedo. Presumo que este tema no fue lugar común
entre su Padre Rey, porque está directamente relacionado con las circunstancias
y éstas no pueden tener respuestas establecidas en normas ni en reglas, ni
siquiera en lineamientos, sino que se reacciona ante ellas para superarlas o se
anonada uno y entonces lo derrotan o se derrota uno a sí mismo. Esto lo saben
los estrategas del imperio, del propio o del ajeno”.
Con la suavidad de la prudencia y la
largueza del poder, la princesa se dirigió al intruso:
-“La puertas de mi
reino están abiertas para llegar a ellas; mas, para atravesarlas se requiere
saber quién a ellas llega, qué trae y
qué busca, mucho más que sus motivos. Sin embargo, usted sea bienvenido, ha
recogido usted un pedazo de futuro que cayó de mis manos, bien porque me sea
difícil retenerlo o bien, signado
estuviese por alguna tragedia el alcanzarlo, por tanto debo saber de su pasado
para admitirlo en el futuro o para exigirle el abandono del imperio”.
Así habló y afinó
la mirada para oírlo.
-“Permítame volver
a señalar que será una gran reina. No preguntó quién soy, ni se detuvo en saber si existo como realidad, ficción o sueño. En su honor,
vaya mi confesión. Desconozco de mí si he vivido en el pasado o si ya he transitado el futuro.
Jamás me interrogué sobre mí mismo,
confiado he estado en quienes me definen
por mis actos, incluido lo que he dejado
de hacer. Viví largos años en el Celeste Imperio, huí cuando un emperador
decidió quemar todos los libros, porque, como recuerda, estoy seguro, era
necesario construir todo nuevo y qué mejor que acabar el pasado, quiero decir
la historia, que quemar los libros, qué mejor manera de destruir la libertad
que quemar la palabra de donde nace y que la protege o que la esconde según las circunstancias. Me quedé
sin mis fuentes y eché a andar. Caminé sin orden, sin planes, sin motivos,
furtivo, como ahora, fui llegando a tantas partes para irme de nuevo cuando en
riesgo se ponía mi alma. Vi la Atenas de
Pericles, tuve la prudencia de salirme a tiempo, porque cuando se tiene tal
grado de libertad es mucho mayor la tiranía que se engendra y surge de su seno.
Bebí los grandes vinos, cielo abierto, en compañía de Omar el Kayan, sin que él
nunca lo haya sabido y sin que jamás supiese de mí. Un poeta como él sabe a
plenitud lo que es el hombre, pero no le hace falta saber cómo es cada hombre,
problema propio de los reyes, no de los poetas. Podría contarle muchas
historias mías, pero son poco importantes para las que ya conoce de la palabra
de su padre Rey, me lo imagino así,
según, furtivo, la contemplo y he visto
todo el tiempo como revelación. Me tocó sobre tantos espacios recorridos
contemplar, conservar, mirar, oír a
reyes, jeques, papas, imanes, rabinos,
tiranos de todas las especies y clases, demócratas, farsantes, y tantos
otros más. He seguido marchando, me prometí detenerme y pedir cobijo ante un
rey sabio, si lo hubiere y por cuanto he escuchado y he visto, podría ser su
imperio mi morada final, salvo que no sé qué posición tendría en el reino.
Detesto el papel de Bufón y me da terror la función de consejero, antes de que
hable, permitidme – asumió a plenitud en el lenguaje el papel de súbdito – y
otra vez otra venia para el asentimiento,
que no me deis, si me aceptáis en su reino,
ni el inocuo papel del Bufón y no me pidáis el terrible papel del
asesor. Mi experiencia de tierras y espacios de todos los espacios y los
tiempos me dice que el papel del Bufón es decir a su señor, a su amo, cuántas
veces ha incurrido en error, hacerlo ver
tras la ironía, la sátira, el chiste, cuáles sus principales fallas, los
marcados errores que su señor no ve, o no quiere ver, o los ve a través del lente de sus aduladores, para
quienes los eructos del rey son un poema. El consejero, en cambio, debe hablar
más por amor a la verdad que al señor, sin importar quién fuere, más
sobre lo que debe hacer, esbozar cómo hacerlo, antes que juzgar lo hecho. El
buen bufón es juez, sentencia con su celebración el pasado; el consejero convoca a la aventura, previene los riesgos
del trayecto tras la huellas del futuro
que se invoca y busca. La tragedia del bufón la vive en la inocua alegría del
señor. La del consejero, el
desconocimiento, si el éxito corona los aciertos. Si los aciertos se ven
coronados por el éxito, son las glorias del rey, del amo, del señor... si
fracasa el rey, si al amo es derrotado, la responsabilidad, más que ella, la
culpa, recae en el consejero y
hasta llegar puede a pagar con su vida
los yerros del imperio o, lo que aún es peor, vivir sin la palabra, vivir en ostracismo condenado. El bufón vive la alegría de su
venganza oculta por la derrota de su amo, vestida su farsa de
tristeza; el asesor se desvive en el pánico por los yerros del amo o
por su desmedida arrogancia colmada de
soberbia. Pública es la existencia del
Bufón mientras mejor es la mascarada de su obra, oculta es la existencia del
asesor si sabios, buenos, sus consejos.
Público su castigo por la derrota de su amo. Público el prestigio del Bufón
mientras menores méritos sustentan la
teatralidad de sus muecas.
Si esto es así, permitidme que hablemos
mañana. Es probable que ya tengáis a un Bufón cercano o alguna especie rara,
que si bien no admitida su historia, bien pudiera existir, un consejero –
bufón, híbrido monstruo pero que pudiese tener la virtud de haceros la verdad
oculta y reírse podáis sin alegría. Pero
debo deciros algo antes de irme. Es mi deseo de preveniros. El fracaso del rey
y la caída del imperio ha solido estar, esencialmente, perdonad la
palabra, en los compañeros íntimos del
rey, sean su familia, favoritos, ministros, amantes, confesores, con lujuria de
poder, horror al sueño, miedo a la poesía. Fracaso por el desconocimiento de sí
mismo y confiarse en sus fuerzas sin medir sus debilidades. Fracaso por confiar
en enanos el destino. Fracaso por construir la libertad, condenándose sus
posibilidades de ser libre. Fracaso por vivir la libertad en desmedido uso y abuso y apropiarse de ella sin medidas. Fracaso por
dejar el amor en manos del corazón sin los necesarios límites de la razón o dar
a la razón todo el derecho de actuar ante la vida negando la fantasía del corazón. Fracaso por su sordera a la verdad
que duele, feliz a la falacia que el
engaño esconde. Fracaso por impedir al
súbdito emprender su camino imponiendo su marcha de estático destino. Fracaso
por asirse a la roca sin emprender el vuelo”.
Era la noche, la calma dormida quedaba
en el jardín, efluvio de colores – olores. Sus miradas auscultaron los espacios
y el tiempo. La suavidad de sus manos se posó en sus ojos y desliza tenue hasta cubrir su inmaculada cara. La
brisa deshizo de su cuerpo la intachable seda y
alzó su vuelo convertida en papagayo de papiro sobre el cual escribió su
único edicto real “Sea siempre la princesa en su verdad desnuda, no ocultarás
es el primer mandamiento de un buen Rey, que sean sus sastres los creadores de
humor, de poesía, de ciencia y de belleza para vestir las decisiones graves del
imperio y abordar con éxito los detalles del cotidiano juego”. Caminó hasta alcanzar la casa de muñecas y
cerrar con herméticas llaves sus entradas.
Americo
Dario Gollo Chávez
americod@gmail.com
@americogollo
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