«Pater noster, qui es in caelis,
sanctificétur nomen Tuum, adveniat Regnum Tuum, fiat volúntas tua, sicut in
caelo el in terra, Panem nostrum cotidiánum» da nobis hódie, et dimitte nobis
débita nostra, sicut et nos dimittímus debitóribus nostris; et ne nos indúcas
in tentationem, sed libera nos a malo. Amén» (A quien esta oración pervirtiere
se le darán suplicios, que no sobre la cruz muerte. Frase Apócrifa de San
Pedro)
«La Justicia Natural es el derecho del más
fuerte y la Justicia Legal la barrera establecida por la multitud de los
débiles para salvarse» (Calides)
Aun cuando siempre imaginé y describí a seres
abominables en mi obra literaria, en el curso de más de medio siglo nunca había
visto a un «paria» (de la que fue mi patria) con una propensión a la malignidad
que se equiparara a mis personajes. Cierto y puedo probarlo, intuía su
advenimiento a causa de la decantación de los desechos tóxicos de origen
político que vi acumularse durante décadas en Latinoamérica.
Esta vez, la nefasta y cíclica resurrección
de la «Suprema Bestia» eligió por territorio al más rico país (en recursos
naturales) del Hemisferio Norte: Venezuela, que hoy tiene sus «llagas abiertas
y purulentas» ante el estupor de una Humanidad que desestimó su potencial
reaparición en el Siglo XXI.
Es falso que la tragedia de presenciar cómo
gradualmente un individuo común y vulgar se transforma en «Comandante Supremo» (arrogándose, mediante
la que «Propaga» y «Anda», infalibilidad y misticismo) tenga complejidad
científica: teológica, filosófica o política. Con suficiente maledicencia,
propensión al timo y mínimas dotes histriónicas, cualquiera entre imbéciles e
indoctos puede convertirse en una especie de «pontífice»: con o sin agujereado
(mantellum) «manteo», «esvástica» o «libro de mandamientos». El fetichismo
siempre ha socavado al Juicio porque lo aventaja con el miedo que lo sostiene y
estigmatiza.
En Venezuela vimos cómo a un convicto y
uniformado de verde-oliva sujeto, que había cometido gravísimos delitos en
perjuicio de la Nación, por los cuales se le notificó la baja en la «Fuerza
Armada», se le perdonaron sus atrocidades para luego inmerecida y
desquiciadamente concederle la responsabilidad de conducir los destinos de la
república. Ese que se apresuró a darse investidura (no restituirse de Teniente
Coronel, porque se creyó un generalísimo) de eximio militar para más tarde
transformar la institución en su personalísima o pretoriana «Puerca Armada
Mercenaria». Sin resentimientos u odios, así la defino por cuanto «non cupio me
esse clementem».
Mientras estuvo en esta Realidad y Tiempo que
experimentamos, enfocó su fortaleza física y torcida psiquis (aparte de las
instituciones públicas encima de las que expelió sus hedores) en provocar una
contienda entre civiles para reinar sobre los millones de cadáveres de
opositores a su tiranía. La guerra no sería estrictamente civil porque él se
encargaría de inmiscuir a su «Puerca Armada Mercenaria» en la lucha, la
inclinaría a favor de sus adherentes.
El obseso y lleno de veneno «Comandante en
Jefe» no fue ni supremo ni benevolente con nadie, mucho menos con los pobres
porque los sumió en el caos: mayor miseria, dependencia e iniquidad, aparte de
obligarlos a rendir culto a su lesiva personalidad. Sus crueles, injustas,
ilícitas e inmisericordes decisiones de Jefe de Estado (que soberbio expuso en
lo que defino como «Tribulaciones de Radio, Televisión y Multimedia»)
destruyeron a millones de ciudadanos venezolanos: de súbito, perseguidos e
intimidados mediante grupos de criminales que defendían su dictadura en proceso
de consolidación.
Sin embargo, Venezuela es hoy un país cuyos
pobladores nos resistimos a exterminarnos los unos a los otros. Persiste la
segregación fascista que, premeditada y alevosamente, ordenó el hoy difunto
«pa[t]riarca» de los «parias al mando de
la Patria» que tienen la todavía inexplicable y fortuita misión de extinguir lo
que nos queda de Soberanía: recursos naturales, finanzas y estabilidad social.
No fue un santo hombre, ninguna cosa buena hizo por la república, la mayor
parte del tiempo vivió en el exterior y hasta se ufanaba mostrándose como el
principal enemigo de la Nación que le confirió el mando.
Nadie con un mínimo de
lucidez rezará el «Padre Nuestro» como si de él se tratase. Ahora la Bestia,
que cíclicamente resucita, purga merecida condena en su sepultura. Y, aguarda a
sus idénticos porque «Nihil est Deo acceptius» (conforme al adagio latino)
Alberto
Jiménez Ure
jimenezure@hotmail.com
@jurescritor
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