Mucho se ha escrito, por ejemplo, de la descapitalización
del sector energético, de la descapitalización del campo o de las empresas del
Estado, sin duda claves para el desarrollo de una nación. Pero es necesario
para vivir en la sociedad actual prestarle mucha atención a la degradación de
nuestras instituciones que se viene profundizando cada día más. Es ésa, la
descapitalización más seria y más difícil de revertir que ha sufrido la nación
en su nivel de desarrollo, lo logros económicos, su nivel de vida y de democracia que había
alcanzado
El capital institucional no sólo se nutre por el respeto por
la ley y la Constitución, los contratos, la propiedad privada y la igualdad de
oportunidades, sino también por la libertad de expresión y por la libertad de
prensa. Todo ello unido, al respeto por la opinión ajena, la civilidad y la
cohesión social. La calidad institucional es vital para el desarrollo de una
nación y para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos.
En Venezuela, aunque duela reconocerlo, la degradación de
las instituciones de la República, se hace cada vez más evidente. Avanza sin
freno. El Poder Legislativo y el Poder Judicial, justamente, por ser los grandes
motores históricos de la revolución política universal a partir de la cual se
crearon las bases de la democracia moderna, tienen, hoy en nuestro país un
papel pálido y deslucido, completamente devaluados en su prestigio y en su
capacidad para influir sobre los diversos acontecimientos públicos
fundamentales, ya que responden a la órdenes y a las instrucciones de un
ejecutivo autoritario que impone valores y categorías castrenses. La sociedad venezolana
tiene la sensación de que el destino de la vida pública se decide de manera
excluyente en Miraflores y de haber cada vez menos significativa independencia
de poderes.
Para cambiar esta triste realidad que nos rebasa, lo primero
es comprender que la decadencia venezolana no es responsabilidad solo de los
políticos, de los partidos políticos, de un sistema de elección o de que la
gente elige o vota mal. Eso es desentenderse de la propia responsabilidad
cívica y no comprender o tener en cuenta que la construcción de las
instituciones públicas, democráticas, y el futuro de nuestros hijos es
demasiado importante para delegárselo a otro. Somos cada uno, en las pequeñas y
grades acciones diarias, los que responsablemente contribuimos a la calidad institucional.
Cuando respetamos nuestro lugar en la cola o las normas de tránsito, pagamos
nuestros impuestos y nos interesamos por nuestro país. A partir de allí, se
gana el derecho inspirado en la justicia y el deber de exigirles lo mismo a los
demás, a los gobernantes y representantes en el parlamento a que cumplan con lo
que dice la Constitución de la República.
El siguiente paso que vamos a dar el próximo año es la
elección de los diputados a la Asamblea Nacional. Recordemos que cuando uno
cede su responsabilidad, cede sus derechos. Entonces, no nos expresemos o
presentemos quejas cuando los veamos avasallados, dispuestos, intentando
imponer sus criterios a la fuerza con la facultad o el poder que delegamos al
votar; sino mejor evaluemos en qué medida somos culpables, ya sea por acción u
omisión.
Sixto Medina
sxmed@hotmail.com
@medinasixto
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