Este
régimen fue parido en medio de la corrupción, criado en medio de la corrupción
y ha crecido y se ha hecho adulto gracias a la
corrupción. Sin la esencia corruptora que lo determina, nadando en el
pantano petrolero súbitamente elevado a los cielos por la emergencia de los
nuevos poderes – China -, Chávez no sobrevivía a un primer gobierno desastroso,
las masas no se le hubieran arrodillado agradecidas de las dádivas y limosnas
que terminaran por corromperlas aún más de lo que ya estaban, Cuba no se hubiera
apoderado de nuestras riquezas, Latinoamericana no se hubiera ungido al yugo
del castrismo y la democracia venezolana y sus élites no hubieran perdido la
poca identidad y grandeza de que, a su pesar, disfrutaban...
Hubo un tiempo en que además de
compartir a plenitud la feroz crítica de Trotsky al estalinismo y, por
extensión, al totalitarismo soviético, compartí su sueño por la inevitabilidad
de la revolución socialista y el triunfo final del socialismo sobre el planeta.
Ese milenarista afán mesiánico que Trotsky, el judío, vio encarnado en lo que
llamara “la revolución permanente”.
Fiel a la tradición mesiánica de
sus determinaciones culturales, jamás dejó de esperar el estallido de la
revolución mundial: motines, levantamientos, golpes de Estado, crisis, huelgas
y revoluciones le parecían los aspectos multifocales de un proceso histórico
universal que conduciría a la humanidad, inevitablemente y en un abigarrado
proceso de alzas y bajas, pleamares y bajamares, avances y retrocesos hacia el
futuro hasta alcanzar la reconciliación trascendental de todos los contrarios,
la Paz Universal, el Nirvana, la quietud y la felicidad total. El comunismo, la
expresión social del paraíso terrenal.
Contrariamente a ese fulgor
reconciliatorio, no fue Trotsky un apóstol tocado por la paz divina. Fue la
personificación de la guerra, el perfecto engendro de la violencia
revolucionaria, el devastador nato. Si se quiere, un ángel exterminador.
Formidable organizador, combatiente de acerada elocuencia y un batallador
incansable, a él se debe la sobrevivencia del régimen soviético, la derrota de
la Rusia blanca y la victoria sobre el zarimo y la guerra civil. Que se llevó
por delante a millones y millones de súbditos del imperio zarista, sumiendo en
la más feroz hambruna de comienzos de siglo a otros tantos millones de
campesinos pobres y proletarios desprotegidos, en cuyo nombre, supuestamente,
los bolcheviques había asalto el Poder.
Pero su muerte, asesinado por un
esbirro catalán al servicio de Stalin y su KGB, lo salvó en el último minuto de
compartir a plenitud los mataderos causados por su comunismo milenarista. Fue,
en rigor, como Lenin, como Stalin, como Beria, como Sinoviev, como Kameniev,
como Molotov, Malenkov, Kruschev y toda la Nomenklatura soviética parte de ese
monstruoso proceso que en rigor y a la postre no daría pie al comunismo sino a
la forma más degradada, explotadora y brutal del capitalismo: el capitalismo de
Estado. Cero paraíso, cero milenarismo, cero reconciliación universal. Guerra,
miseria y devastación. Como que sería el perfecto condimento para la
aniquilación de 100 millones de seres humanos.
La venezolana, contrariamente a lo
que creen Nicmer Evans, Héctor Navarro, Jorge Giordani y otros capitostes,
marginales y malandros desencantados del
madurismo al cabo de catorce años de devastación y desastre chavista no se
insertó ni podrá ser insertada jamás en el almanaque de los grandes fastos
revolucionarios del siglo XX y XXI. Por más que en un giro indigno de
auténticas revoluciones se haya entregado desnuda y maniatada al dominio
imperial de otra, infinitamente más pobre y miserable, que hace ya más de medio
siglo dejó de ser la revolución que anunciara: la de Fidel, Raúl Castro y sus
pandillas. Por más que aparentemente aquella no está manchada hasta la corona
por la corrupción, el narcotráfico, el saqueo y el robo como lo está ésta, que
jamás fue, es y jamás será una revolución signada por las determinaciones
morales y espirituales que dieran paso a las revoluciones socialistas del siglo
XX. Ninguna de las cuales existe en su forma y bajo los criterios que les
dieran origen durante el siglo XX. La soviética implosionó, la China es la más
brutal forma de un capitalismo de Estado salvaje y colonizador, y Corea del
Norte y Cuba no son más dos excrecencias museísticas de un proceso arrasado por
el progreso de la humanidad.
Sólo cambios en la esencia del
proceso histórico del capitalismo industrial, de la globalización de las
economías y la profunda crisis de las civilizaciones que afectan por igual a
Oriente y a Occidente, dejando asomar la desaparición de los valores fundantes
del cristianismo, del racionalismo y del liberalismo, llevándose por delante
naturalmente a toda la tradición espiritual, cultural, religiosa y filosófica
de Occidente a la que pertenece el marxismo, incluso el leninismo, pueden
permitir el cambalache de este revoltijo de criminalidad y malandraje en una
llamada “revolución bolivariana”.
Se equivoca profunda e ingenuamente
Nicmer Evans si cree que de no haber sido éste un régimen podrido por la
corrupción “otro gallo les cantaría” y no estarían al borde del abismo en
donde, ellos, los chavistamaduristas y nosotros, los demócratas, nos
encontramos. Este régimen fue parido en medio de la corrupción, criado en medio
de la corrupción y ha crecido y se ha hecho adulto gracias a la corrupción. Sin la esencia corruptora que lo
determina, nadando en el pantano petrolero súbitamente elevado a los cielos por
la emergencia de los nuevos poderes – China -, Chávez no sobrevivía a un primer
gobierno desastroso, las masas no se le hubieran arrodillado agradecidas de las
dádivas y limosnas que terminaran por corromperlas aún más de lo que ya
estaban, Cuba no se hubiera apoderado de nuestras riquezas, Latinoamericana no
se hubiera ungido al yugo del castrismo y la democracia venezolana y sus élites
no hubieran perdido la poca identidad y grandeza de que, a su pesar,
disfrutaban.
Ciertamente: mal de muchos consuelo
de tontos. La corrupción, como vienen de demostrarlo las altas autoridades
holandesas, se ha convertido en un mal endémico y universal. El dinero, tan
poderoso desde siempre, como cantara Quevedo, pero ahora convertido en el Dios
de Dioses, es el único valor de universal reconocimiento público. Y privado. Lo
que, precisamente, atenta contra la existencia misma de las revoluciones.
Nacidas, por lo menos desde El Manifiesto Comunista, para combatirlo de frente,
mortalmente y sin melindres. Mercancía de las mercancías, el dinero nos ha
traído a estas fronteras de la alienación y el extravío en que chapoteamos.
Pobres estos revolucionarios que,
nadando en medio de la inmundicia del dorado prostíbulo del dinero y sus
fuentes, la cocaína y el saqueo, pretenden reivindicar la revolución de la pobreza.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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