El
vocablo “democracia” designa, en estos tiempos, una actitud en la vida
social, una forma de hacer política, una técnica, y un sistema de gobierno.
Pero, más que otra cosa, “democracia” evoca una necesidad según
la cual todos y cada uno de los miembros de la Sociedad Política participen en
la realización y alcance del Bien Común General y, al mismo tiempo, se sientan
moralmente obligados a actuar --en la
medida de sus posibilidades-- en el
desarrollo de la Obra Común correspondiente, de cuya realización son
conscientes de que tienen su cuota
de responsabilidad y, de cuyos frutos deriva su cuota de beneficios.
Es
sólo así como, verdadera y no demagógicamente, la democracia va a significar
verdadero gobierno del Pueblo. El Pueblo
viene a ser, entonces, el sujeto de los actos de gobierno que son definitivos
para la vida humana. Entendamos, entonces, a la noción de Pueblo, como “la libre
y viva sustancia del Cuerpo Político o Sociedad Política.” En efecto, ese Cuerpo Político que es la
Sociedad, es un todo orgánico hecho de Pueblo.
Decir
que el Pueblo es sujeto significa que cada uno de los miembros de la Sociedad,
según su condición, es capaz de asumir y de decidir libremente sobre su propio
destino y que no puede ser simple objeto de un poder paternalista que le
imponga conductas o metas de ninguna naturaleza: ello exige que todo ciudadano
tenga conciencia de sus propios actos y de su dignidad de persona humana.
Es
entonces menester indispensable que se distinga entre “pueblo”, así entendido y
“masa.” Los populismos y las tiranías, de todo signo, se caracterizan por
manejar y manipular masas. Pero “el pueblo vive y se mueve por su vida propia;
la masa o multitud amorfa, es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde
afuera. El pueblo vive de la plenitud de las personas que lo componen, cada una
de las cuales es consciente de su propia responsabilidad y de sus propias
convicciones.
La
masa, por el contrario, espera el impulso del exterior presta a seguir una u
otra bandera según la explotación habilidosa que se haga de
sus instintos”.
De
la misma manera, afirmar al pueblo como sujeto equivale a decir que él es --y nunca la masa-- el depositario originario del poder civil derivado
del Creador. Por eso, el Cuerpo Político o Sociedad Política posee todo un
complejo de autoridades-poder, en cuya cima está el Estado, cuyo gobierno es
ejercido por miembros de ese pueblo que, a tal efecto, lo representan.
Es
así que el Estado no posee ningún derecho por encima del Cuerpo Político. Es
pues una falacia pretender o hablar de
“soberanía del Estado” si se entiende por “soberanía” el derecho a ejercer un
poder trascendente y separado del pueblo.
En
tal contexto inserida, la fórmula de Lincoln sobre la democracia como “gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” adquiere sentido:
Gobierno
del pueblo, porque debe ser ejercido en virtud de la autoridad y decisión de
éste, que la transfiere a sus depositarios --en la medida y grado de sus
atribuciones-- de cuyo ejercicio éstos deben
rendir cuenta como responsables;
Gobierno
por el pueblo, porque el objeto de quienes dirigen al Estado y forman parte de
sus poderes, es hacer que se desarrollen personas libres, sujetas por ellas
mismas a cumplir lo que es justo y legítimo y con plenos derechos de manifestar
sus propios pareceres sobre deberes, cargas y sacrificios que les sean
impuestos, así como de ser informados sobre todo lo relativo a la marcha de los
asuntos comunes y de los resultados de la gestión de aquellos en quienes ha
confiado la autoridad, no estando obligados a obedecer lo que no les es debidamente
informado y escuchado.
Gobierno
para el pueblo, pues el fin de la autoridad es conducir al Cuerpo Político
hacía el Bien General que redunda en el Bien Particular y en el Bien Personal,
pues como lo expresara Maritain “sólo puede calificarse de democrático aquel
gobierno que es capaz de elevar a la multitud de una condición de masa a una
condición de pueblo.”
Ahora
bien, es necesario que todos los ciudadanos entiendan que, tanto en su sentido lato como en el
restringido, la función política corresponde a todos los miembros de una
Sociedad determinada, sin que existan exclusiones de ninguno de ellos. No
obstante, es claro que hay quienes se especializan en los asuntos de gobierno y
su orientación: son éstos a quienes en
el lenguaje común se les llama “políticos”, pero la responsabilidad por la
política recae sobre cada ciudadano.
Por
tanto, es contrario al deber social el proclamarse no ser político; calificar
como “sucio” el trabajo político, etc. Por supuesto, estos errores provienen de
falta de conocimiento, por parte de
quienes los cometen, del significado e importancia vitales que la política
tiene tanto para la vida social en general como la de la persona del ciudadano.
En
efecto, tal actitud de abstención o separación desemboca, trágicamente, en la
lamentable realidad de permitir que los menos aptos y deshonestos ejerzan
funciones de gobierno en diferentes espacios del hacer político, con graves consecuencias
morales, sociales y económicas para el todo social.
La
actuación política, cuando se funda en valores y normas éticas que se inspiran
en la cosmovisión del personalismo cristiano. Sin estar necesariamente ligados
a la Fe que lo sustenta, exige identificarse con el pueblo (entendido como la
comunidad de todos los ciudadanos) en profundidades que rebasan el simple deseo
del bienestar o la realización de “obras” que, muchas veces, responden a la
óptica de quien las promueve o redundan en su beneficio “político” o económico.
En
efecto, como también decía Maritain, se trata de existir con el pueblo. “Obrar
--por puro que lo sea-- pertenece
a los dominios del simple amor de benevolencia. Existir con y sufrir con, son
del dominio del amor de unidad: el amor se dirige a un ser existente y concreto”…
“Si
se posee el amor de esta cosa viviente y humana, tan difícil de definir como
todas las cosas humanas y vivientes, pero tanto más real por esa misma razón,
que se llama pueblo, lo primero a que se aspirará será a existir con él, y
estar en comunicación con él”. “Antes de
‘hacerle el bien’ y de trabajar por su bien; antes de hacer o no hacer la
política de éstos o de aquéllos que invocan su nombre y sus intereses; antes de
pensar en conciencia el bien y el mal de las doctrinas y de las fuerzas
históricas que lo solicitan y de elegir entre ellas o, acaso, en ciertos casos
excepcionales, de rechazarlas todas ellas, habrase ya elegido el existir con él
y sufrir con el y hacer propios sus penas y sus destinos”. (1)[1]
Pero
cuando tal elección no se ha producido; cuando la política no es el
acto de una existencia consustanciada con el pueblo y, como dice Maritain,
“existente con él pueblo”, entonces, sus
designios cada vez más
se insertarán por las vertientes en las que gravita la voluntad de dominio. En tal perspectiva, la conciencia del sujeto
“que hace política” se instala en la
experimentación de la concupiscencia lúdica donde
se entretiene en el “juego político” del ganar o del perder, que es
una cualesquiera de las fases que permiten recorrer el espectro fenomenológico
de existencias egoístamente centradas. Ora la política va
a satisfacer la vanidad que se viste de apariencias de fama y prestigio; ora
emboca las cerraduras que abren puertas de la riqueza y de
la ostentación; ora se regodea con el servilismo de los obedientes sumisos; ora
es revancha de la envidia o instrumento de la venganza; o, en su más perniciosa
expresión ontológica, es nudo dominio, fugaz ilusión de infinitud que, cuando
frustrada por la realidad de los propios o externos límites, arremete con mayor
violencia contra los testigos de sus fracasos.
Entonces,
no será el pueblo sino la masa, lo que conviene a la dominación porque la
convalida. La ética interfiere, por lo cual se va a negar la sujeción moral y
la racionalización moral de la vida política.
Se
hace de la “política” un dominio separado e independiente, autárquico en sus
fines, reglas y determinaciones. El “fin político” justificará cualquier medio,
con la sola condición de que sea eficaz. Se absolutizan realidades
contingentes, como el Estado, el Partido, la Clase o el Jefe. El opresor queda
oprimido por sus propias abstracciones y termina cosificado al igual que los objetos,
humanos o no, bajo su dominio.
Vivimos
en Venezuela la “emancipación” de lo político respecto a la ética. Ello es la
condición de posibilidad para la entronización del totalitarismo en el gobierno
en cualquier sociedad. Con independencia de su particular signo, toda forma
totalitaria de gobierno sacrifica a la persona en aras de un ídolo, de un mito
o de una abstracción absolutizada en el orden de lo temporal. El desprecio por
la persona humana, en su existencia individual y social, es una involución de
la sociedad enferma, pues el totalitarismo, en sus diversas formas y tendencias,
se identifica, en lo metafísico, lo ético y la político, con los sacrificios
humanos de las antiguas instituciones del paganismo, contra las que se levantaron
el plan del cristianismo y el mayor desarrollo de la metafísica.
Por
tanto, debemos permanecer en la vertiente de las relaciones humanas
predispuestas por la voluntad de amor y no por la voluntad de dominio. Cuando
es ésta la que rige, la política se aparta de su finalidad última y degenera en
opresión, en acumulación de poder y en
egoísmo
individual o grupal que degrada a la Sociedad y despersonaliza a todos sus
actores, sean opresores u oprimidos, en la misma medida en que hace del ser
humano cosa, mero instrumento de un nudo dominio.
Acto
humano, la relación política está indiscutiblemente subordinada a la
ética. No es objeto de estas líneas el intentar desarrollar el estudio de las
relaciones entre política y ética: sería necesario recorrer desde las fuentes
mismas de los elementos que intervienen y tienen consecuencias en aquéllas,
partiendo desde la Antigüedad griega y, pasando por el Medioevo cristiano, caer
en la Época Moderna hasta el
presente.
Pedro
Paúl Bello
ppaulbello@gmail.com
@PedroPaulBello
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