Los
artículos 328 y 330 de la Constitución Nacional son lo suficientemente claros,
aunque ya existen novedosas interpretaciones de su contenido que vulneran la
voluntad de los constituyentes y del referéndum aprobatorio de millones de
venezolanos. Siete magistrados de la Sala Constitucional del TSJ torcieron
caprichosamente el espíritu, razón y propósito del texto.
No
es mi intención hacer un análisis forense del bodrio ni de los desafueros
cometidos por quienes, en principio, deberían ser los garantes de que las
normas constitucionales se apliquen correctamente. Será en otra ocasión donde
se hagan valer los argumentos jurídicos para desvirtuar el contenido de la
sentencia 651.
La
dicotomía entre militares y milicos siempre ha existido en Venezuela y han
quedado asentados en innumerables hechos. Páez fue un militar pundonoroso que
reivindicó y apoyó al presidente José María Vargas cuando un milico, Pedro
Carujo, intentó el primer Golpe de Estado contra un Presidente civil. En la
dictadura gomecista y perezjimenista hubo militares y milicos. Así que no es
nada nuevo bajo el sol que en este régimen, más de tres lustros, que padecemos
existan militares y milicos.
Debo confesar que el término milico lo oí y entendí por primera vez en mi pasantía por Chile en época de dictadura y terror. La dirigencia política y el pueblo en general se referían despectivamente como milicos a aquellos que sustentaron a la oprobiosa dictadura. Aparentemente existía la noción de que el aparato militar en su totalidad apoyaba a la Junta de Gobierno presidida por Pinochet. Esta noción fue debidamente desvirtuada cuando las grandes mayorías del pueblo chileno propinaron al dictador una contundente victoria electoral y retomaron de nuevo el cauce de la civilidad republicana con ayuda de militares.
Mutatis
mutando, en nuestro país tenemos un híbrido milico-civil que nos desgobierna
desde hace muchos años y pretende continuar esta práctica nefasta de manera indefinida.
Por ahora hemos tenido un presidente milico y uno civil pero no civilista. Los
que nos gobiernan no están descubriendo la pólvora, al decir del defenestrado
Giordani, que es necesario "con urgencia de una mayor y profunda
articulación del sector militar" para la sustentación definitiva del
gobierno. Cuando comienza el descontento popular inocultable, recurren al hecho
histórico repetitivo de sostener al gobierno mediante el uso indiscriminado y
disuasivo de la fuerza bruta.
En
los años 1956 y 1957 yo era un niño medianamente avispado que tenía clara la
noción del poder que significaba una gorra militar, como una especie de
"patente de corso", colocada estratégicamente en la parte de atrás de
los vehículos. Esa actitud simbólica representaba una ostentación grosera del
poderío milico que regía los destinos de la nación. Jamás olvidaré los meses de
noviembre y diciembre de 1957 cuando se hizo público, por parte de los
estudiantes de la UCV y de algunos Liceos de Caracas, manifestaciones de protesta
reprimidas violentamente pero sin alcanzar ningún muerto. De febrero a la
fecha, llevamos 43 asesinados y más de ciento cincuenta detenidos. El 15 de
diciembre se efectuó un plebiscito, con un CNE como el actual, cuyo resultado
fue, según el "árbitro electoral", un apoyo multitudinario al
dictador. Diez y seis días después, el primero de enero de 1958 vimos surcar
sobre el cielo trasnochado y enratonado de Caracas a una cuadrilla de la Fuerza
Aérea ametrallando y bombardeando el Palacio de Miraflores y la sede de la
Seguridad Nacional, especie de Sebin de la época. Esa misma noche vimos al
dictador desencajado hablando de traidores. Una vez más se hizo ostensible la
diferencia entre militares y milicos. La madrugada del 23 de enero escuchamos y
vimos al avión presidencial trasladando a milicos en su desvergonzada huida y
constatamos la furia popular desbordada sitiando con los militares la sede de
la policía política. En el ínterin, quedaron muchos milicos rezagados pero la
sindéresis y el espíritu militar se impusieron contra esas intenciones arteras.
Este
año 2014, nuevamente la dicotomía está plena y dramáticamente planteada. Esta
vez cimentada por esa extraña manera de apuntalamiento jurídico otorgada por
siete abogados con poder ilimitado para revestir con mantos de dudosa
legitimidad y legalidad los desafueros cometidos como hechos cumplidos desde
hace varios lustros.
Claussewitz
definió la guerra como "un acto de violencia cuyo objetivo es forzar al
adversario a ejecutar nuestra
voluntad". No quisiera entender la sentencia 651 como una premisa y
confabulación fríamente calculada tendente a establecer la conducta siempre
deseada ante el sentimiento incontrolable del hombre de "ejercer el poder
y satisfacer sus ambiciones". Muchos tratadistas consideran esta
definición como un fenómeno social que irrumpe en forma violenta en procesos de
flujo y reflujo.
José
Rafael Avendaño Timaury
cheye@cantv.net
@cheyejr
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