La
historia es la misma, no es que se parece, es la misma, la torre como símbolo
de alianza, y de construcción y de destino común, y su saboteo por parte de un
poder supuestamente “superior” pero temeroso de cualquier altura que al
erguirse, pudiese terminar con enfrentarlo cara a cara.
Las
torres son esfuerzos ingentes, y si son para aparentar, más aún, y si son para
señalar un camino inequívoco hacia la verticalidad triunfante de una ambición
que sólo admite el ascenso, ni hablar… y eso fue lo que un tal David
Brillembourg se había metido en la cabeza, cuando tuvo su visión.
Visión…
la del David de nuestra torre era una visión, y no una alucinación, no como la
que después vendría…
Porque
el Señor David, el de la torre, era inversionista, ambicioso, quizás codicioso,
y muy echón como la criollez nuestra lo exige, pero ese Señor tenía un
proyecto, de construcción, de avance… no
como la venganza que vendría después que sólo concebía, primero y antes que
nada, la destrucción, para después seguir en, otras destrucciones…
Hoy
en día se sabe que en ese odio que vino después, no había nada después de la
destrucción inicial: sólo algo lo suficientemente desproporcionado que
permitiese el cambio de poder…
Y
algo lo suficientemente enfermo, que perpetuase ese poder sin oposición
posible.
No
había nada… y que el heredero escogido fuese este individuo de apellido Maduro,
es la demostración trágica, patética, salvaje, de que realmente nada estaba
previsto, en ninguna mente, en ninguna mente sana…
La
original Torre de Babel, simbolizó muchos siglos antes de Cristo, un proyecto
de unión para los pueblos, de ambición hasta tocar el cielo, pero también un
episodio ominoso de celo divino ante los posibles logros de una humanidad
dispuesta a retar al destino… el relato bíblico habla de un Dios inseguro
confundiendo las lenguas, y dando al traste con la primera edificación
representativa de una posible gran civilización.
Aquí,
en la desdichada Venezuela del siglo XXI no nos fue mejor, jodidos al igual que
los originales, con dioses temerosos de sus criaturas, con dioses ahogando sus
miedos con un odio tan profundo y arrasador como un diluvio…
Algún
día de algún siglo futuro, se nos relatará que también a este país nuestro,
alguien llegó para enredar y dividir, para impedir la unión, para inocular la
abominación de que somos un país que no sólo no puede entenderse, sino que no
debe entenderse…
Con
respecto a la torre nuestra, se contará que en tiempos distintos participaron
dos países, con dos lenguas, dos visiones: primero, un país con un futuro que
no podía ser, y luego, un país despojado de futuro…pero ambos, parecidos hasta
la hermandad, hasta el sino…
Ambos
creyéndose lo que no nunca fueron, y ambos creyendo en lo que nunca sería
posible.
Ambos,
desalojados al fin y al cabo por una realidad que de tanto que la han dejado
hacer, le ha cogido gusto a lo más fácil: demoler, como buscando desesperada
que alguien se fije en sus desmanes y la enfrente, la detenga, es la huérfana
que agrede buscando que le paren…
Que
la paren…
Mientras
tanto, si es verdad que la esterilidad que nos mantiene secuestrados se va por
la cobardía indecible, infinita, imperdonable, de tumbarla, de destruir algo
que era puro orgullo y futuro arrojándose sin pudor hacia el cielo…
Entonces,
y con la tristeza de lo irreparable, la historia de nuestra “Torre de David” se
habrá vuelto una parábola perfecta del país.
Es
todo.
Federico
Boccanera
federicoboccanera@gmail.com
@FBoccanera
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