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Quiso el azar que arribara a Berlín
Occidental en plena Guerra Fría, todavía fresca la argamasa con la que se
levantaba el muro y recién amontonados los rollos de alambre de púas con los que
la dictadura estalinista de Walter Ulbricht y el Partido Comunista montara un
brutal cinturón de seguridad que rodeaba a Berlín con campos minados, casamatas
trufadas de ametralladoras punto 50 y torres de vigilancia, reflectores y toda
la parafernalia de los campos de concentración que habían dominado en los
territorios conquistados por el Tercer Reich hacia apenas un suspiro, con el
fin de que no se les vaciara ahora su propio territorio.
A LA BASURA |
Una tierra de nadie
que obstaculizaba la tentación libertaria que empujaba a los alemanes del Este
a querer huir hacia el Oeste en el que veían refulgir la prosperidad de un
milagro económico basado, en gran medida, en los principios del capitalismo:
respeto a la propiedad privada, emprendimiento, investigación científica,
tecnología y mercado de libre competencia. El mago: Ludwig Erhardt.
Berlín
Oriental, siendo la capital más próspera y deslumbrante del bloque soviético –
había que competir con la vitrina de Occidente con su despliegue de neón,
rascacielos, lustrosos automóviles y una febril actividad comercial,
industrial, artística – era, en comparación con Berlín Occidental, una aldea
que se había estancado en los años cuarenta. Una capital añejada por el
estalinismo, de edificios pesados, grises, aburridos y monumentales, al macro
estilo soviético. Que hacía patéticos esfuerzos por llevarle el ritmo a
Occidente con una versión de la Coca Cola tan apestosa como los jarabes contra
la tos de nuestra subdesarrollada infancia y unos programas de entretenimiento
televisivo que daban verdadera pena ajena. Los Travant, pequeños automóviles de
cartón piedra con los que la Nomenklatura pretendía agasajar a su
funcionariado, parecían más aptos para ser montados en tío vivos que para
circular incluso por las desérticas autopistas orientales, heredadas de Hitler
y su Tercer Reich. Mientras, los Mercedes, los BMW, los Porsche, los DKW, los
Taunus, los Bordward, los Opel y los Volkswagen arrasaban en las pasarelas de
las ferias del automóvil en el mundo y se paseaban por entre las lujosas
vitrinas de la Kurfürstendamm, la Via Venetto de la ex capital del Reich.
En ese ambiente confrontacional, pocos
años después del Puente Aéreo con el que los norteamericanos habían auxiliado
desde Frankfurt a la población berlinesa
asediada por las tropas rusas y a meses de la visita de John Kennedy, quien en
franco desafío a Kruschev había exclamado en la plaza más popular de Berlín
Occidental, Schöneberg, junto a Willy
Brandt: Ich bin auch ein Berliner – yo también soy berlinés - nos hicimos los jóvenes rebeldes del
movimiento universitario a rescatar el pensamiento originario de la izquierda
marxista alemana de entre guerras. Jamás olvidaré haber mimeografiado Historia
y conciencia de clases, de Georg Lucáks, La función del Orgasmo, de Wilhelm
Reich, Marxismo y Filosofía, de Karl Korsch, Reforma y Revolución y otras obras
de Rosa Luxemburg, Trotsky, Kautzky y grandes pensadores marxistas y
freudianos. A pesar de tener la Humboldt
Universität a tiro de piedra y la realidad del comunismo fotografiable desde
las tarimas de cualquiera de los pasos limítrofes, el limes de la Cortina de
Hierro, – You are leaving the American
Sektor! – que atravesábamos para pasearnos por la Karl Marx Allée o ir al Theather
am Schiffbauerdamm a ver el Berliner Ensemble y los montajes de Bertolt Brecht,
teníamos perfectamente clara la profunda, insuperable diferencia que había
entre lo que era el socialismo soviético con sus dictaduras burocráticas del
Este y la teoría revolucionaria marxista aplastada de manera inmisericorde por
el llamado DIAMAT, el materialismo dialéctico con el que Stalin había
desfigurado a Marx hasta convertirlo en
una avinagrada religión de Estado.
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El líder del movimiento estudiantil
alemán que desembocó en la revolución de Berlín y el Mayo del 68 para
extenderse luego por toda Europa y los Estados Unidos era un
"Flüchtling", un fugitivo de la Alemania comunista, hijo de un pastor
protestante, llamado Rudi Dutschke, para tener claro que entre el estalinismo
del apparatsckik soviético y el marxismo fundacional a cuyas playas del
utopismo más delirante nos acabábamos de echar no había ni un adarme de
interconexión vital. Muy por el contrario. Éramos marxistas furibundos, pero
visceralmente anti estalinistas, anti dictatoriales, anti soviéticos,
antimilitaristas, anticomunistas practicantes y ganados para resucitar una
práctica revolucionaria total como la que Marcuse ya predicaba en los años 20,
Horkheimer veía como única salida al atolladero de la crisis terminal del
capitalismo y Lukács refulgir la revolución total como único antídoto a la
alienación de la mercancía. Habíamos hecho de los Grundrisse der Kritik der
politischen Ökonomie, - los Fundamentos de la Crítica de la Economía Política -
publicados por David Riazanov, director del Instituto Marx-Engels y editor de
toda su obra en los años 30, apenas hacía unos meses reeditados por el
Instituto de Ciencias de la URSS, la obra capital para penetrar en el
pensamiento profundamente anti estatista, ácrata, verdaderamente anarco revolucionario
de Karl Marx.
En
otras palabras: ser marxista, estudiarlo a fondo, conocerlo hasta en sus más
íntimos vericuetos no sólo no entrababa nuestra cultura profundamente
contestataria, rupturista, anárquica, radical. Muy por el contrario: la
cimentaba. Como lo hacía Reich con sus insólitas reflexiones sobre la función
liberadora del orgasmo, los estudios sobre el matriarcado en las culturas
primitivas localizadas al Este de Guinea, en las llamados Islas Tobriandos,
Freud y el psicoanálisis. Era una extraña concepción de revolución total
combinada con maoísmo, la cultura psicodélica, la experimentación con
sustancias psicotrópicas, los Beatles, los Rolling Stones, el nuevo cine
francés y le nouveau roman. Todo lo cual, además, acompañado por la devoción al
tío Ho y la atención a la guerra de liberación vietnamita y la aventura
guevarista en Bolivia. Entre quemarse las pestañas estudiando a Hegel y gozar
del último éxito de los Beatles – Penny Lane, por ejemplo, o Strawberry Fields
for ever – no había contradicción alguna. Era, digámoslo sin ambages, la
revolución total. Del enfrentamiento entre Eros y Tanatos, Eros. Viva Marx
liberado de la Unión Soviética. Y también de Cuba, que a 9 años de nacer ya
comenzaba a mostrar su hilacha tiránica y totalitaria. Como me lo demostraba, hiriente,
mi amigo Hans Magnus Enszensberger.
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Era,
a su modo, una manera de reengancharse con la Alemania perdida a fines de los
30, precisamente: a treinta años de distancia, en las brumas de la República de
Weimar, perseguida, reprimida, encarcelada y asesinada por el nazismo. Gaseada
por el nazismo. Aplastada por el nazismo. Pues ese marxismo revolucionario,
contestatario, profundamente liberador y anti dictatorial del Marx de juventud,
había sido desarrollado por una élite de intelectuales judíos que vivían la
encrucijada que separó a Gerschom Scholem, el gran especialista en la Cábala y
la mística judía, que se iría a Palestina y se engancharía en la construcción
del Estado de Israel, de su entrañable amigo Walter Benjamin, quien, a pesar de
ser un místico, como lo definiría Scholem, prefirió sumarse a la Escuela de
Fráncfort y desarrollar, o intentar desarrollar una teoría literaria marxista
con una obra deslumbrante, llamada El origen del drama barroco alemán, y una
interpretación de las formas del amanecer del capitalismo industrial en Los
Pasajes, uno de los más deslumbrantes ensayos escritos en la Europa de los años
30.
El
marxismo que resucitamos tenía dolientes, la máxima expresión del pensamiento
crítico alemán del siglo XX, al que nos adhiriéramos como a una secta
iniciática libre de ocultismos: Erich Fromm, Theodor Adorno, Max Horkheimer,
Herbert Marcuse, Ernst Bloch, Leo Löwenthal, Jürgen Habermas, Georg Lukács.
Vivir la emoción de una conferencia de Marcuse, con su perfil hebreo y su
melena blanca flotando al viento del inmenso espacio del Aula Magna de la Freie
Universität Berlin es uno de los acontecimientos más emocionantes de mi vida
universitaria berlinesa. Ver a un profeta en pleno S. XX proclamando el derecho a la revolución total
como única forma de liberación de la esclavitud de la mercancía y el amor libre
de sexos emancipados de la mojigatería burguesas. Oír a Ernst Bloch, otro
profeta judío, el autor del Espíritu de la Utopía, una obra que conmovió a la
Alemania de la primera post guerra, comprender a Hegel desde su personal visión
– Objekt-Subjekt – cuya primera edición en español encontré para mi asombró en
la Biblioteca de la UCV recién desembarcado en Maiquetía, fue otra impresión
indeleble. En ellos revivía el pensamiento como creación pura e infinita: la
invención de lo humano. Precisamente allí, en donde se había inventado lo
monstruoso inhumano: Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Belzec y Dachau, con su
cosecha de miles de asesinatos por día. Y un balance final de más de seis millones
de cadáveres.
Traigo al recuerdo estos tiempos de rebelión, de furia y esperanzas conmovido por la rebelión de nuestros hijos. Y abrumado por la maldad nazifascista de quienes se creen herederos de Marx. Y no son más que esbirros del Hitler habanero. Rebelión infinitamente mayor que nuestras protestas de esos tiempos. Juego, devaneos y escaramuzas comparadas con las vidas asesinadas y la sangre derramada en el asfalto de nuestras sucias ciudades, en las aceras de nuestras tristes avenidas. Me atrevo a afirmar que esos crímenes fueron cometidos por salvajes incultos y despreciables, militares analfabetos, abyectos y repulsivos. Animales sin una sola gota de cultura. Ante su barbarie, reivindico el reino de las ideas. Y bendigo a nuestras universidades.
Pagarán en su momento. Ojo por ojo.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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