(El
escritor plasma recuerdos y vivencias imborrables en un país que hoy se juega
su destino.)
La primera vez me pareció que Caracas tenía
un aire rural y en todo caso provinciano. Bajo los tamarindos de la plaza de
Bolívar había gente tomando el fresco. Grillos que latían en el crepúsculo,
faroles antiguos y un capitolio con su cúpula blanca y elevada como una torta
de bodas parecían pertenecer a otros tiempos; quizás a los de Juan Vicente
Gómez.
Yo era todavía un adolescente y aquel fue mi
primer viaje solo fuera de Colombia. Caminaba por El Silencio, cuando un amigo
de mi padre, Vicente Gerbasi, me reconoció por casualidad y me llevó a una
fuente de soda, El Lido. Situado en un confín de la ciudad, era un islote de
luz en medio de prados donde titilaban de noche las luciérnagas y los grillos
hilvanaban una letárgica sinfonía rural.
No podía sospechar yo en aquel momento que
Caracas iba a ser sacudida por tres décadas de vértigo; que la paz de sus patios
y crepúsculos iba a saltar en añicos y que enjambres de inmigrantes españoles,
italianos y portugueses llegarían a una ciudad de recientes autopistas, que se
abrían o se enroscaban como pulpos y arañas, con derroches de neón, artificios
de vidrio y acero. Todo aquello iba a darle a Caracas otro perfil, sin dejar
casi nada de lo antiguo, salvo el Ávila y un vago perfume de flores que todavía
sigue sintiéndose cuando anochece.
Tampoco podía yo imaginar entonces hasta qué
punto Venezuela sería una carta constante en mi destino personal. Allí viviría
por toda una década, dejando amigos, nexos, recuerdos que cualquier efímero
regreso hacen revivir con intensidad. A los 22 años, cuando dejé a París, donde
adelantaba estudios de Ciencias Políticas, para radicarme en Caracas y
acompañar a mi padre en su exilio, mi protector y guía fue Ramón J. Velásquez.
Historiador, periodista, senador y muchos años más tarde Presidente de la
República, es el venezolano nacido en el Táchira que mejor conoce a Colombia.
Hoy tiene más de 90 años y yo lo conocí
cuando no había cumplido 30. Entonces era un abogado pobre y flaco, que
conspiraba contra la dictadura de Pérez Jiménez.
Recuerdo su casa en el barrio El Conde, muy
modesta, y los artículos suyos firmados con un seudónimo que yo iba a recoger
para publicarlos en un suplemento del diario La Esfera, casi clandestinamente,
pues su firma era rehuida entonces por muchos directores de diarios para no
tener problemas con la dictadura.
El día que agentes de la Seguridad Nacional
irrumpieron en su casa a las cinco de la mañana y se lo llevaron preso, yo lo
reemplacé en la dirección de la revista Élite, entonces la más importante del
país, dirección que él ejercía de hecho, pero no nominalmente. Me sentí muy
extraño ocupando el escritorio de aquel amigo y protector que en ese momento,
quizás con esposas en las muñecas, era llevado a una cárcel de Ciudad Bolívar,
de donde saldría años más tarde, en la mañana del 23 de enero de 1958.
EL REGRESO DE LA DEMOCRACIA
¡Qué día inolvidable! Tras años de vivir en
un país hermético, donde nadie se atrevía a dar opiniones sobre el régimen, vi
aparecer otra Venezuela. Luego de un frustrado levantamiento de una base
militar de Maracay, durante tres semanas estallaron en las calles gritos y
protestas –como los que hoy vemos– hasta que en aquella madrugada histórica del
23 de enero cayó Pérez Jiménez.
Gabo y yo vimos desde el balcón de mi
apartamento, a las tres de la madrugada, el avión que lo llevaba a la República
Dominicana. Yo no estaba en Élite, sino en la revista Momento. Había conseguido
que Gabo dejara de pasar hambres en París para trabajar conmigo. Nos veo en una
sala de redacción desierta escribiendo un editorial –el primero de la
democracia–, mientras la ciudad vivía, en la primera luz de la madrugada y en
medio de pitos y sirenas, el delirio por la caída del dictador.
“En esta primera hora de la democracia, los
venezolanos celebramos...” Tan cercanos estábamos a Venezuela que podíamos
escribirlo así, impunemente.
Vivimos muy de cerca la reaparición de los
partidos, el regreso de su exilio de grandes dirigentes como Rómulo Betancourt,
Jóvito Villalba y Rafael Caldera, los entrevistamos y escribimos muchos
informes políticos, hasta que el propietario de la publicación decidió confiar
aquella sección de la revista a un joven diputado de Copei, esbelto y de
rotundo bigote negro: Luis Herrera Campins. ¿Podíamos imaginar que años después
sería Presidente de la República? “¿Te acuerdas cómo lo regañabas por sus
retrasos?”, me decía Gabo con risa.
En realidad, ninguno de los más emblemáticos
personajes de esa nueva democracia nos fue ajeno. La primera entrevista con
Rómulo Betancourt, cuando fue elegido Presidente, se la hice yo en su casa para
este diario. A Carlos Andrés Pérez lo acompañé en un avión privado a sus
parajes natales, en el Táchira. El día que fue elegido Presidente por primera
vez desayuné en su casa.
De Gustavo Machado, fundador y dirigente del
Partido Comunista venezolano, fui cercano amigo. Escribí, tras muchas horas de
conversaciones con él, una completa biografía suya. Fue reeditada cuando
cumplió 80 años y él me la envió con una nota, que todavía conservo, en la cual
me llama “testigo y actor del periodismo venezolano”.
PERSONAJES INOLVIDABLES
Son muchos. Por petición de su madre, me
convertí en protector paternal de una jovencita venezolana de cuya vocación de
cineasta me hice cargo haciéndola viajar a París para estudiar en el Idhec. Hoy
es famosa directora de cine: Fina Torres.
Nunca he podido olvidar a dos grandes figuras
del periodismo venezolano, cercanos amigos: Miguel Ángel Capriles y Miguel
Otero Silva, el famoso escritor y director de El Nacional. Miguel Henrique, su
hijo, libra hoy una heroica batalla contra el régimen chavista.
Teodoro Petkoff, el fundador del MAS y
también valeroso director del diario Tal Cual, tiene para mí una connotación
familiar. Hace muchos años –no recuerdo cuántos– hicimos un largo viaje en su
automóvil por las riberas del lago de Maracaibo y luego por los Andes y los
llanos. Nunca olvidó él, años más tarde, que, gracias a una intervención mía,
Gabo le dio a su partido, el MAS, los dineros del premio Rómulo Gallegos.
Luego de vivir en Venezuela en los años
cincuenta, regresé a Colombia y luego a Francia, pero jamás perdí contacto con
este, mi segundo país. Volví allí cada año. Dos hermanas permanecían en Caracas
dirigiendo conocidas publicaciones. Sí, a medida que se aproximaba el fin del
siglo XX no dejaba de inquietarme cierto deterioro de la democracia por culpa
de una clase política, vinculada a los dos grandes partidos, que iba
encerrándose, como la nuestra, en sus exclusivos intereses. El fervor popular
de otros días había desaparecido.
LA VENEZUELA DE HOY¿Pude imaginar el desastre que iba a representar para Venezuela, incluso para el continente, la llegada de Chávez al poder? Francamente, no. Incluso, cercanos amigos, hoy perseguidos por Maduro, lo vieron en su momento como una nueva y promisoria alternativa. Quince años después, el desastre dejado por el régimen chavista es monumental. Puede expresarse en tres palabras: despilfarro, corrupción y autoritarismo. El chavismo tiene a la vez sesgos propios del fascismo y del castrismo.Con su desaforado populismo, logró por primera vez en Venezuela y en los países que han seguido el mismo rumbo, una peligrosa fractura social. De un lado, aparecen las maltrechas clases populares que se beneficiaron de manera efímera con las prebendas obtenidas por la renta petrolera.Del otro lado, las clases media y alta y sectores sindicales, que miran con toda lucidez las funestas políticas que han arrasado al país: la manera abusiva como el Estado ha puesto su mano en la actividad económica con su control de precios, de cambios, del comercio exterior, y el clima ingrato que ha creado para los inversionistas locales e internacionales. Baja producción, obligada importación de productos básicos, delirante escasez, la inflación más alta del continente (56 por ciento), creciente devaluación de la moneda, y las divisas agotándose cada día más.Un desastre, al cual se agrega la grave crisis hospitalaria con ausencia de medicamentos básicos, cortes eléctricos y una inseguridad que hace de Caracas la ciudad más peligrosa del planeta, con más de 25.000 homicidios por año, además de robos y secuestros.La Venezuela que ahora sale a las calles para impugnar el régimen de Maduro me recuerda a la Venezuela de ayer, la que apareció repentinamente en los primeros días de 1958, con mítines y protestas que acabaron produciendo la caída de Pérez Jiménez. Tal fenómeno, que hierve en las raíces históricas del país, ha vuelto a estallar en las calles con más fuerza que nunca. Sí, es el grito de un bravo pueblo que cuando aparece no se rinde.
Plinio
Apuleyo Mendoza.
plinioapuleyom@gmail.com
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