Hace tiempo ya que
algún país ha debido tener la hidalguía de llamar a uno de sus ríos con el
nombre del Gabo. “Vamos a bañarnos al Gabito”, exclamarían los muchachos
retozones del sitio, sin saber en qué profundidades se bautizan. Porque de
sacramento se trata y no es para menos en estos días en el que Gabriel García
Márquez cumple 87 años, que para él sospecho no serán más que un ocho más siete
que son quince.
Veamos lo del río.
Cuando trato de
apreciar el significado que para mí tiene el escritor de marras, no puedo
relacionarlo sino con el agua. Nada de mineral, animal o vegetal lo define,
sino materia líquida dentro de una madre. El río lo es, lugar de alumbramiento,
territorio amniótico, cuenca hídrica. Nunca maciza, terminal, antes bien
flexible, juguetona, ligera de bambú, la obra de García Márquez nos baña,
absorbe, lava y mece. El ahogo emocionado que ella provoca no tañe lamentos y
menos pesadumbres. Su obra es agua que pasa, brilla, transporta; lugar de
sombras entretejidas y de asombros fugaces; geografía cercana al lugar donde se
establecen y crecen los pueblos, los amores, los bichos y sus víctimas, las
muertes pestilentes que flotan, sitio donde la gente lava hasta los intestinos;
donde pesca, sancocha, fríe, canta, pelea también, inventa, escupe, orina y
llora. Tornasol donde van a beber los pájaros y los venados, las mariposas y
gente de burdeles, las anacondas y los circos, y huele a húmedo y profundo, y
más oscuro aún cuando sobre lo mojado llueve y se borran las huellas, y el camino se encharca, que de ello trata
también la literatura.
Ponerse en las manos del Gabo no da miedo, al
contrario, se deja uno llevar, pues cuando nos abre las puertas de sus libros
que son como sus casas íntimas, deja el lector de ser un nombre para
convertirse en un personaje más de sus novelas o sus cuentos, porque héroes no
hay, a pesar de Bolívar; y allí todos somos mortales, más o menos simpáticos,
entrañables o crueles. Hay en sus obras, siento, una posibilidad de desdoblamiento en el lector que quiere dejar
de ser lo que es, o no lo intuye aún, y así mudar de piel, para por fin
convertirse en su deseo y encontrar en esa dimensión el río que lo acompañará
cambiando de por vida y que no pide a cambio sacrificios u ofrendas.
Se ha hablado tanto
de él y de su obra, se ha dicho, escrito y más que martillado, que no oso
repetirlo de tan trillado que es, magnifico, importante. Tan solo me conformo
en jurungar el anatema que constituye lo del “realismo mágico”, que en verdad
lo es porque así existe en la implacable desmesura del paisaje, también en el
narrar lo incomprensible que todos
entendemos y de lo que nadie se ríe para no hacer por supuesto el ridículo, o
en los apolillados personajes de almidón y tiovivo que distraen el calorón bajo
las tejas o entre las redes de un chinchorro cinético. Todo en verdad verídico
y fatídico, como un camello atravesando el ojo de una aguja.
Prefiero entonces referirme al don
inescrutable, al privilegio, de ofrecer una mano que al abrirse inspira tal
confianza y devoción en el que da la suya, que se deja llevar por esos rumbos
culebreros, que el artista propone, provoca y enaltece, que son los de la
emoción transferida, la ilusión comunicada y la iluminación auténtica.
A Gabriel lo hemos
perseguido todos desde niños; nos ha dado de vivir cuando moríamos, enseñado a
pecar sin sentir culpa que allí estaban a la vera del río esas guayabas y su olor
sacrosanto para perfumarnos de perdón y escondernos de Dios entre las ramas.
Nos ha dado de comer pasando él hambre o en cambio prospero, enseñado a mentir
cuando la verdad era falsa o insuficiente, a morir de pie aunque fuera
descalzos, mandarle pan a quien le falten dientes, y dar las gracias ahora a
quien merece tanto que un río es un regalo de ternura, cosecha de su lluvia en
este mundo seco.
Leandro Area
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
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