Es
el propio presidente Nicolás Maduro quien instala en América Latina la noción
de que su régimen es autoritario
Maduro
tenía razón, al final era cierto lo del golpe. Sólo que omitió decir que se
trataba de un autogolpe, como el de Fujimori en abril de 1992, cuando disolvió
el Congreso y tomó control del Poder Judicial. Aquello se llamó Fujimorato, un
régimen de origen electoral, pero con todo el poder del Estado en manos del
presidente y ejercido a través del accionar ilegal de los servicios de
inteligencia. Se observa un innegable aire de familia.
Maduro no necesitó tomar control del Poder Judicial, porque éste funciona como apéndice del Ejecutivo desde hace tiempo, ni tampoco disolvió la Asamblea Nacional. No obstante, el desafuero de María Corina Machado, en tiempo récord y precisamente con la expedita certificación del Tribunal Supremo, es un autogolpe. El número de diputados removidos de sus curules es lo que menos importa. Uno o todos, en ese acto se institucionaliza el avasallamiento del Parlamento, se oficializa que la suma del poder público está concentrada en el Ejecutivo. Sin separación de poderes ni contrapesos no hay democracia—las migajas que quedaban, dirían los venezolanos desde las calles.
En
una decisión ilógica para su propia supervivencia, sin embargo, con la
destitución de María Corina Machado es el propio Maduro quien instala en el
resto de América Latina la noción de que su régimen es autoritario. Para
reafirmarlo, Machado viajó primero a Lima y luego a Brasilia, y Williams Dávila
viajará a México la semana próxima. Ya existe además una invitación del
Congreso paraguayo y gestiones de diputados de oposición argentinos para
recibirlos en Buenos Aires. Serán más y la razón es muy simple: empatía y
solidaridad de colegas. Si Maduro supiera cómo funciona la democracia, lo
habría previsto.
Ahora
es estéril el blindaje que intentó la OEA. Tampoco importa que los Gobiernos
continúen desmemoriados, que Dilma calle por conveniencia, que Cristina
Kirchner hable demasiado y que Peña Nieto opte por el argumento de la no
interferencia. Los parlamentarios de la región saben que tienen que evitar que
ese ejemplo pueda imitarse. Ellos también son víctimas - ocasionales o
habituales - de la intimidación de sus superpresidentes, esa recurrente
patología latinoamericana. Hoy es una diputada despojada de su investidura en
Venezuela, mañana pueden ser otros en cualquier país de la región y con
cualquier otro pretexto. De todas las líneas que Maduro cruzó, esta es la más
inexplicable de todas. Autoinfligida, Maduro acaba así con la relativa
neutralidad de América Latina.
Esta
manifiesta irracionalidad coincide con un creciente aislamiento externo. De
hecho, el contexto internacional ha cambiado en las últimas semanas. Primero
fue Cuba, a fin de marzo, con una ley de inversión extranjera amplia y
atractiva. Esa ley puede leerse como la admisión implícita que los recursos
venezolanos están llegando a su fin. La “solidaridad revolucionara” de los
Castro también podría descender en proporción directa a la caída de esos
recursos. El agotamiento de la petrodiplomacia también se confirma en
Nicaragua, donde la cooperación se ha reducido considerablemente desde la
muerte de Chávez. Los observadores esperan cortes más pronunciados este año,
así como una fuerte caída de las exportaciones a Venezuela, hasta hoy el segundo
mercado de los productos nicaragüenses.
A
la evolución negativa de los flujos fiscales y comerciales debe agregarse el
más que negativo flujo normativo, el de los valores y derechos. Primero fue
Amnistía Internacional, con un informe concluyente que documenta los abusos y
torturas, con números precisos e identificando a las víctimas. Luego llegó el
documento de la Conferencia Episcopal Venezolana, que en un lenguaje sin
ambigüedades denuncia que la crisis es consecuencia del llamado “Plan de
Patria” escrito por Chávez. La Iglesia usa el término “totalitarismo”—nada
menos—para caracterizar el orden político que el Gobierno intenta imponer.
En
este contexto de aislamiento y desconcierto se puede interpretar también la
columna de Maduro en el New York Times, deseoso de intercambiar embajadores y
apelando a la buena voluntad de Obama y de todo aquel que quiera “contribuir al
dialogo y la paz”. Aunque sea pura retórica—y la retórica es la materia prima
de la política—si ese gesto perteneciera a la sección boxeo de un periódico, el
título de la crónica sería Maduro arroja la toalla.
A diferencia de Fujimori, cuyo poder estaba en alza en el momento del autogolpe, el de Maduro está en descenso. El desafuero de Machado aparece como un error que por sí mismo podría estar señalando un punto de inflexión. La democracia no necesariamente está a la vuelta de la esquina, pero el frente externo parece estar abriéndose para los demócratas venezolanos. El régimen comienza a aislarse y ese es un cambio que no puede pasarse por alto. En muchas transiciones, así fue el primer paso.
Héctor
E. Schamis
hes8@georgetown.edu
@hectorschamis
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