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lunes, 28 de abril de 2014

CARLOS BLANCO, DICTADURA DEL SIGLO XXI, TIEMPO DE PALABRA

"Ante la evolución de la dictadura la cuestión es cómo debe evolucionar la resistencia a ésta"

Ha habido renuencia a denominar el régimen chavista como dictadura. Las razones son varias, pero las más importantes son que, por una parte, el término evoca en América Latina a Rafael Leonidas Trujillo, los Somoza, Pérez Jiménez o Pinochet; en segundo término, al sonar exagerado, dado el reconocimiento internacional que Chávez tuvo con su abundancia de elecciones y su proclamado amor a los pobres, la alegación podía perder credibilidad. Durante años -ya vamos para 16- el experimento venezolano gozó de cierto aprecio internacional o, al menos, el reconocimiento estimulado por lo que parecía un personaje pintoresco, exagerado, capaz de provocar la carcajada universal con su comparecencia en el podio de la ONU y olisquear el azufre dejado por el diablo George W. Bush. La mayor parte de la izquierda internacional se sumó al coro de alabanzas, fuese por la vía de la solidaridad ideológica o del convencimiento a través de la persuasiva chequera bolivariana.

Con el tiempo la percepción comenzó a cambiar, lo cual se aceleró con este año de Nicolás Maduro, sin el liderazgo de su padrino y con encomiable capacidad para la torpeza. Sin embargo, hay un importante problema conceptual y, para describirlo, muchos términos se han aplicado al régimen actual y a otros parecidos (el fenómeno no es nuevo). Quien esto escribe prefirió por un tiempo la denominación de neoautoritarismo. Por su parte, la academia ha sido muy prolífica en tratar de describir el bichajo, suerte de ornitorrinco politológico: autoritarismo electoral, autoritarismo competitivo, autoritarismo participativo, semi-autoritarismo, régimen híbrido, autoritarismo "suave", semi-democracia, autoritarismo democrático, democracia autoritaria y autoritarismo deliberativo. Seguramente hay muchos más. Han sido los dirigentes políticos más radicales los que se han atrevido a hablar de dictadura, aunque el término no ha gozado de mucha suerte entre expertos y dirigentes. Veamos el fenómeno.

EL CASO DE FIDEL CASTRO.

El régimen cubano es una dictadura. No hay dudas en el asunto para los sectores democráticos del mundo; pero para la izquierda, aun la que no está muy de acuerdo con la familia Castro, es como diferente, con matices. Fidel no es Pinochet, parece decirse. No muchos habrían querido retratarse con el chileno, pocos dejaron de hacerlo con el cubano, incluido quien esto escribe.

Se puede sostener la siguiente hipótesis. La revolución cubana, al comienzo, pareció alcanzar lo que los líderes históricos de la democracia latinoamericana, como Rómulo Betancourt y Víctor Raúl Haya de la Torre, se habían propuesto: una revolución antiimperialista y nacionalista; la afirmación de la nación frente a EEUU y sus políticas intervencionistas, armadas o no. Sin embargo, en el momento en que Fidel alcanza ese ideal compartido, para conservarlo lo traiciona, al entregarse en los brazos peludos y estranguladores del oso soviético. Por un breve período, Fidel es el símbolo del triunfo de la aspiración latinoamericana, que se había jugado o se jugaría sin suerte en países como México, Nicaragua, Guatemala, República Dominicana, Chile y Bolivia. Ese momento es el que le da al líder cubano la marca de fábrica que lo va a "diferenciar" de otros dictadores. Después, ya convertido en un dictador más, ha habido siempre quien lo excluya de la caballeriza de los más oprobiosos sea por la gesta de la Sierra Maestra, sea porque es la última reliquia del sueño devenido en pesadilla.

Esta dictadura tan homicida como cualquier otra, pero con rostro humanoide de acuerdo a la feligresía latinoamericana que la acompaña, tuvo la capacidad de transmitir su manto de impunidad parcial al régimen de Hugo Chávez. El Comandante venezolano dejó de ser el militarote que intentó un golpe de estado contra CAP -con quien Castro se solidarizó el 4-F- y mediante el agua bautismal meada de tiburones, Fidel lo apadrinó para entrar en el Panteón de los Revolucionarios. Desde entonces, el proceso autoritario venezolano recibió la acogida que reservada a la revolución cubana por parte de la izquierda latinoamericana. En el momento en que varios de sus representantes resultaron electos como presidentes la protección continental estuvo asegurada, siempre lubricada por el petróleo para evitar los chirridos que la conchupancia con Chávez producía en democracias más sólidas.

LA DICTADURA.

Pero no basta la protección cubana para explicar la condescendencia con el régimen ahora en fermentación y decadencia. Una explicación es que la noción de dictadura no ha evolucionado como lo han hecho los dictadores.

Una dictadura tradicional clausura los partidos políticos. La dictadura del siglo XXI los ahoga: impide el financiamiento estatal y criminaliza el privado, el nacional y el extranjero; sólo les queda la opción de los caminos verdes o la corrupción, que tiene como ejemplo y monumento internacional el caso del PSUV con el uso masivo e indiscriminado de los recursos del Estado.

Una dictadura tradicional cierra los medios de comunicación que no responden a sus órdenes. La dictadura del siglo XXI usa el cierre en casos extremos (RCTV), pero prefiere la expropiación, la compra a través de algún badulaque afín, la censura y, sobre todo, la autocensura. Favorece el control directo de la televisión y la radio por sus impactos inmediatos; en el caso de la prensa escrita, opta por sofocarla al negarle la obtención de papel, al impedir la publicidad de las empresas privadas y de las instituciones públicas.

Una dictadura tradicional utiliza el fast-track para allanar, detener, torturar, y mantener en prisión a sus enemigos. La dictadura del siglo XXI no deja de usar este expediente -en Venezuela se ha visto hasta el hartazgo desde el 12 de febrero en adelante-, pero prefiere el uso de los tribunales para idénticos fines. Obsérvese cómo no hay ni un solo caso político en el que "los juristas del horror" no hayan descargado la guillotina sobre los disidentes.

Una dictadura tradicional no permite a los opositores, salvo por breves períodos, su participación en las instituciones del Estado. Las dictaduras del siglo XXI, con mayor o menor desagrado, tienen que aceptar la participación de los opositores en instituciones como el Parlamento y algunos espacios más o menos controlados, aunque prácticamente inermes.

Una dictadura tradicional no le importa aparecer como tal, aunque siempre en función de un objetivo superior (anticomunismo o antiimperialismo, según los casos); y por esta razón no le importa suprimir las elecciones. Las dictaduras del siglo XXI necesitan una fachada que pueda vender un aire de democracia "no tradicional" y se esmeran en multiplicar las elecciones controladas.

Si así evolucionan las dictaduras la pregunta es cómo debe evolucionar la resistencia a éstas.

www.tiempodepalabra.com
Twitter @carlosblancog

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