El
presidente Juan Manuel Santos habría podido ofrecerles a los colombianos, al
final de su mandato, al menos, unas
elecciones legislativas limpias. Para mostrar su respeto por los ciudadanos y
por los partidos políticos. Pero no lo hizo. Hizo lo contrario: les ofreció una
bazofia, para proteger sus ambiciones personales. Y remató eso empleando el
tonito displicente y zángano que siempre utiliza: todo salió muy bien, miren a
otro lado, sigan su camino, no se atenderá ningún reclamo. Una vez más, Santos
demostró que es muy fácil, para él, pasar de la irresponsabilidad a la
impunidad.
Pero
no. Nadie mirará a otro lado. Santos, el registrador Carlos Ariel Sánchez y el
Consejo Nacional Electoral tendrán que responder ante la justicia por los
desmanes cometidos este 9 de marzo, durante las elecciones y durante las horas
y días de “preconteo” y conteo de votos. El Centro Democrático ha descrito con
exactitud lo que pasó durante esa jornada y ha anunciado que presentará un
informe completo de los delitos y anomalías electorales de ese día. El CD tiene
todo el tiempo del mundo para cobrar esas cuentas. El CD, además, no es el
único en lanzar ese grito de alarma.
Tres candidatos presidenciales y ocho partidos políticos, entre los que se
encuentra el Centro Democrático, denunciaron ante la OEA las irregularidades
cometidas en esa votación.
Ese sablazo electoral no fue un accidente. Hace parte de un proceso de destrucción institucional en la que se empeña Juan Manuel Santos desde que llegó a la presidencia de la República en agosto de 2010. ¿Cómo explicar la cascada de fracasos del gobierno en materia de justicia, de transparencia electoral, de paz y seguridad urbana y rural, de relaciones exteriores (hoy bajo la censura de Maduro), de educación nacional, de la industria, de la agricultura? Lo ocurrido el 9 de marzo fue la culminación de una vasta operación contra las instituciones y contra la democracia en Colombia.
Los
esfuerzos de “cubanización” no existen sólo contra Venezuela. A Colombia
también la han metido, contra su
voluntad, en esa sangrienta aventura. Así como los venezolanos no quieren ser
los esclavos de la clique castro-chavista y están luchando heroicamente en las
calles contra la violenta colonización que trata de consolidar la dictadura
cubana allá.
Colombia también está en esa batalla por la libertad, aunque
muchos no lo sepan todavía. Pero sí lo saben miles de militares y policías
rasos y miles de altos mandos de las Fuerzas Armadas y de la Policía, y decenas
de miles de cuadros, dirigentes, militantes y simpatizantes del CD y de otros
partidos y de ciudadanos sin partido. Lo saben miles de dirigentes y miembros
de los gremios, sobre todo del agro,
como lo acaba de decir el líder de la SAC y como lo dice Fedegán. Y, sobre
todo, lo saben los millones de colombianos que votaron el 9 de marzo pasado por
el CD, aunque el voto de la mitad de ellos haya sido escamoteado por la
burocracia electoral corrompida.
Nicolás
Maduro y Juan Manuel Santos, el mismo pantano.
Aunque
los procesos de Venezuela y Colombia son desiguales, pues la destrucción de las
libertades, de las instituciones democráticas y de la economía de mercado están
en fases diferentes –el mayor caos está en Venezuela–, hay un elemento común:
los dos países están siendo llevados hacia el mismo abismo: ser colonias de
extracción de recursos humanos y económicos para que la Cuba castrista siga
sobreviviendo a costa de otros, como ha hecho desde 1960. El saqueo actual de
Venezuela debe ser seguido por el saqueo de Colombia.
Para
eso Cuba emplea sus espías, la Guardia Nacional y los paramilitares
venezolanos. Contra Colombia Cuba utiliza las Farc, el Eln y los falsos
“diálogos de paz”.
Aunque
la subversión armada en Colombia existe desde el comienzo de la Guerra Fría,
esta ofensiva específica fue reforzada hace más de quince años. Tres
presidentes han tenido que hacerle frente: Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Los dos primeros
lucharon contra eso con suertes
diferentes. En sus ocho años de gobierno, Uribe logró reducir las dos
guerrillas comunistas, las Farc y el Eln, que utilizan el narcotráfico, la violencia
y el terrorismo para alcanzar esa meta.
Sus jefes cayeron en combates. Otros fueron capturados u obligados a
refugiarse en países vecinos. Miles huyeron de esas filas. Santos,
lamentablemente, traicionó al país y frenó esa dinámica. Amigo personal de
Fidel Castro, aceptó empujar en el sentido contrario. La negociación “de
paz” revigorizó a las Farc y las sacó de
las cavernas. Ahora, desde La Habana, esas dos “partes” están impulsando un
proceso secreto: la “paz total”, como dice Santos, que pretende instalar en el centro de la vida política, económica y
social, quiéranlo o no los colombianos, esa maquinaria de muerte sin que la
justicia pueda cobrarle a los criminales un solo día de cárcel.
La
tesis de Santos para justificar eso tiene dos ejes, ambos falaciosos:
“pretender acabar totalmente con el último guerrillero es una utopía y nos
tomaría otros 50 años”, y “la paz es más importante que la justicia”. Esas
ideas no son democráticas. Un demócrata diría: sin justicia la paz es
imposible. Santos explica que no puede vencer a las Farc. Curioso. Dice eso
después de haberle dado oxígeno, durante cuatro años, a unas Farc agonizantes, mediante la
negociación secreta, los salvoconductos y la tribuna de La Habana. Además, Santos se equivoca. Nadie quiere
“acabar con el último guerrillero”. El último guerrillero, en el universo
democrático, será juzgado, no “acabado”. Todos queremos, en cambio, ver el
desmonte real de las Farc, la entrega de sus armas, la reparación de sus
víctimas y el castigo para sus jefes criminales.
Al
manipular así el lenguaje Santos no se distingue de Nicolás Maduro. La lucha de
los venezolanos contra el dominio cubano y contra la miseria creada por el
chavismo es, para Maduro, un “complot del imperialismo” mientras él protege a
los paramilitares que asesinan a bala y desaparecen a los estudiantes. Santos firma un “marco
jurídico para la paz” que le otorga impunidad total a las Farc y sigue
negociando el destino del país mientras las Farc abaten soldados, policías y
civiles. Al mismo tiempo, golpea la moral de la fuerza pública y señala a los
patriotas como “ultraderechistas” que quieren “descarrilar” y “envenenar” el
proceso “de paz”. La diferencia entre Santos y Maduro es de grado, no de
esencia.
El
silencio de Santos ante las atrocidades del régimen venezolano lo pone en el
mismo pantano moral de Maduro. Con su
postura “cuidadosa”, Santos se hace cómplice de esas violencias contra
la juventud venezolana. Por eso su afonía ante las atrocidades diarias de las
Farc contra Colombia.
Eduardo
Mackenzie
eduardo.mackenzie@wanadoo.fr
@MackenzieEdo
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