Señor
Maduro, no hay nada que ciegue más el entendimiento que una posición de poder.
El alma del ser humano es débil, los halagos, los lujos y la sumisión de otros
la envanecen llenándole el corazón de soberbia. Lamentablemente, muchos viven
lo momentáneo como si fuera lo definitivo; olvidan que la tierra gira, que el
mismo Sol abraza a unos y a otros, que cuando la noche llega nos arropa a todos
con su manto. Todos tenemos un ciclo de vida en esta tierra, lo importante es
cómo la vivimos, la huella que dejamos a nuestro paso, el registro de nuestras
acciones en la vida de otros.
Ese
minúsculo poder otorgado a algunos políticos mediante elecciones democráticas,
usurpado por otros, les concede a ciertos hombres capacidades que les hacen
pensar de sí mismos más allá de los límites de la cordura, sin ponderación
alguna. La vanagloria les ciega el razonamiento, les nubla la vista; todo lo
que ven en el futuro es la imagen hipertrófica de ellos mismos sentados en su
trono de poder. Una combinación exquisita para estos enfermos de la autoridad
es el control del dinero y de las armas. El dinero, que de acuerdo al criterio
del hombre déspota, compra todo, hasta las voluntades humanas. Las armas, que
amedrentan pueblos enteros, que subyugan voluntades, que apagan vidas.
Mientras
usted, señor Maduro, elegantemente vestido, adornado con la cinta de la más
alta magistratura de nuestro país, la cual le queda grande, se enaltecía en el
despliegue de un desfile militar que irónicamente incorporó hasta la imagen de
la virgen junto con los diablos de Yare; inocentes muchachos paridos por
nuestra tierra encontraron la muerte cuando buscaban la libertad. Abatidos por
las manos de sus policías, de sus colectivos armados, de los monstruos creados
por el peor legado de nuestra historia, el odio de su comandante Chávez.
Policías incapaces de defendernos en la insegura cotidianidad del venezolano.
Grupos violentos que demuestran una vez más, que aquí los únicos que no están
armados son los ciudadanos comunes, porque todos los que están a su servicio, con
uniforme o sin él, poseen armas de guerra.
Cuando
usted, señor Maduro, pretendía obligar a todos los venezolanos a ver su
ególatra desfile, cuando usted pretendía hacerle creer al mundo que Venezuela
estaba de celebración, los venezolanos en toda la geografía nacional se las
ingeniaron para tomar videos, para registrar para los ojos propios y los del
mundo entero lo que estaba sucediendo. Porque usted, mal asesorado por esos
cachuchas verdes que solo lo aprecian por la riqueza de nuestra nación, nos ha ido
apagando todos los medios de comunicación. A todos les ha ido llegando su hora,
como recientemente usted lo declaró. Si, quizá, a todos los medios les llegará
su hora, porque, por un tiempo, usted tiene el poder para cerrarlos; pero, por
encima de su poder está el poder de Dios, cuyos ojos se pasean por toda la
tierra, cuya justicia se ejecuta desde los cielos, cuya sentencia para aquellos
que matan inocentes ya está determinada.
Su
hora, señor Maduro, la mía, y la de cada venezolano ciertamente nos llegará.
Recuerde, que muchos de sus filas cuando más omnipotentes se sintieron, cuando
ensoberbecidos por su raquítico poder pensaron que todo lo podían, fueron
sorprendidos por hechos que ni el dinero, ni las armas, ni todo su poder
pudieron resolver. Inexorablemente, hay una sentencia divina sobre la vida de
cada hombre, ante la cual todas las fuerzas de la tierra no tienen poder
alguno. Recuerde, ante los ojos de Dios lo que importa es lo que ha atesorado
en su corazón. ¡Al altivo lo humilla y al humilde lo exalta!
"Porque
para todo lo que quieras hay un tiempo y un cómo, aunque el gran mal que pesa
sobre el hombre es no saber lo que ha de ocurrir; y el cuándo haya de ocurrir,
¿quién se lo va a anunciar? No hay hombre que tenga potestad sobre el aliento de
vida para poder conservarlo, ni potestad sobre el día de la muerte. Y no valen
armas en tal guerra, ni la maldad librará al malvado". Eclesiastés 7:6-8.
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