Si nos quedaba alguna duda, ya ha sido
disipada: en Venezuela no hay el más mínimo margen de diálogo entre el régimen
autoritario y la oposición democrática.
Lo escribo con dolor y angustia: he sostenido
muchas veces que solo el avenimiento le ahorrará sangre a Venezuela y
crispación a un pueblo ya largamente castigado. Pero, como ha dicho Luis
Miquilena en reciente entrevista, a propósito de la vigencia de los imperativos
del 23 de enero de 1958, no puede hablarse de diálogo cuando se alude al
entrecortado intercambio entre amo y siervo.
Mucho menos, cuando se trata de “dialogar”
con quien se ha propuesto la destrucción no solo del país, que ya es dolor
continuo, sino de todos quienes nos oponemos a él; a quienes abominamos de
Chávez, el gran demoledor; a quienes les hemos echado en cara su alcahuetería
frente al ocupante extranjero… en fin, a quienes denunciamos que nuestro país
está gobernado por mafias que han conducido al país al actual, flagrante,
desastre. Pero no solo quienes se muestran activos en la oposición a la ruina
de Venezuela son objetivo de aniquilamiento, también los tibios, los que se han
acomodado (y cada cierto tiempo sueltan frasecitas de oportunismo), quien no se
arrastre y de continuas muestras de sumisión. Todos somos blanco del plan de
exterminio.
No otra cosa puede inferirse de los hechos,
ya muchas veces reiterados. Y nada distinto puede concluirse cuando se oye a
Maduro asegurar que la oposición tiene planes de "pagar con drogas la
conducta de algunas bandas delictivas". Incluso en el océano de
declaraciones viles y cobardes, tanto de Chávez como de sus perniciosas
secuelas, esta destaca por su bajeza. Y peligrosidad.
Nada es tan grave en la actual circunstancia
de Venezuela como señalar a un grupo de azuzar la violencia hamponil, que
tantas vidas ha cobrado y que ha desparramado ese pavor que hace tan dura la
vida venezolana.
Si el presidente acusa a un individuo o grupo de una acción tan abyecta como estimular las bandas delictivas, pagándoles, además, con droga (un modus operandi, por cierto, habitual entre sus amiguitos de las FARC), debe tener indicios muy sólidos, nombres muy comprobados y una investigación solvente que lo respalde. Si no es así, él mismo es un criminal.
Porque es un crimen acusar a más de la mitad
del país de semejante ignominia, sin otro propósito que el de asesinar
moralmente a quien se le opone; sin más idea que la de destrozar al adversario
y, mediante la calumnia, hacerlo blanco del odio y la eventual retaliación de
unas víctimas del hampa que lloran doblemente: la pérdida del ser querido y la
impunidad.
Si la declaración de Maduro carece de
sustento y fue proferida solo para arrojar sobre los demócratas la jauría de la
venganza, estamos frente a un criminal que no puede ejercer la más alta
magistratura de la república; y que se hace más ilegítimo en la medida en que
despliega sus bajos móviles.
El Estado que el chavismo controla (o media en el control que ejerce La Habana) tiene en sus manos todos los cuerpos policiales y todos los organismos de inteligencia. No hay ningún otro responsable de la inseguridad ciudadana que nos ha puesto en lugar primado del ranking mundial de la violencia.
La perversa declaración, hecha por Maduro el
domingo 26 de enero, debe encontrar patrocinio en la realidad. Debe tener un
soporte minucioso. Y debe justificarla pronto. Mientras no lo haga, todo
venezolano que sea identificado como opositor al régimen puede ser diana de ataques
movidos por una acusación gravísima, que, proveniente del presidente (aún
cuando haya sido puesto en ese cargo por las manipulaciones del CNE, como
tenemos muchas razones para pensar), lo es mucho más.
A Maduro solo le queda demostrar que su
imputación tiene bases serias (y no que se trató de una treta para manipular a
sus seguidores y un complot para dañar arteramente a sus opositores). Si no lo
hace, quedará claro que no hay el más mínimo resquicio para el diálogo; y que
estamos librados al más cruel de los arbitrios.
Un minuto antes de arrojar la onerosa
incriminación, Maduro se refirió a la oposición democrática de Venezuela como
“ultraderecha montana”. No sabemos cuál es la idea que el supremo ignorante
tiene de la palabra “montana”, pero el desvarío nos deja ver que el hombre de
los muchos padres repite nociones sin saber siquiera cómo se pronuncian o qué
nombran.
El dislate confirma que no habla solo.
Alguien lo dirige. Alguien que está tan lejos, -en una isla de indolencia,
quizá-, a quien no le importan las consecuencias que tendrá la obliteración del
diálogo en Venezuela. Alguien a quien no le horroriza ver a Venezuela sumida en
la confrontación violenta. Alguien que nada pierde cuando la patria sea
finalmente reducida a un montón de cenizas.
Milagros Socorro
socorromilagros@gmail.com
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