Escribo
esta columna profundamente conmovida por los sucesos que sacuden mi país, el
único que tengo, el país en el que quiero morir de vieja, después de
disfrutarlo intensamente. Pero la secta revolucionaria que desgobierna
Venezuela desde hace 15 años me lo está haciendo difícil. A mí y a otros 29
millones de venezolanos que padecen el mismo mal: una vida de perros, con el
perdón de los perros.
A
lo largo de estos 15 años hemos venido perdiendo implacablemente nuestra
identidad, nuestra historia, nuestros símbolos, nuestra existencia, nuestros
bienes. Atormentados por un discurso comunista, donde todos debemos ser igual
de pobres, igual de incultos, igual de maleducados, igual de improductivos, se
ha venido golpeando en el estómago la dignidad del venezolano. El irrespeto al
mérito, a la instrucción, a la competitividad ha torcido los valores de una
sociedad que tenía un espíritu de superación que la democracia -tan criticada
por su imperfección- alimentaba con oportunidades para la educación universitaria
gratuita, ascenso social y un confiado optimismo en la riqueza del país.
Gobernantes
con una calidad humana cuyo vestido, que es la palabra, se adorna con insultos,
descalificaciones y calumnias contra los que considera sus enemigos, han
rebajado las relaciones entre gobierno y gobernados a una gallera vulgar que
nos hace descender a la vista del concierto internacional a niveles de pueblos
con ínfimos niveles de desarrollo social.
Quien
viva en Venezuela de su trabajo o de su emprendimiento (es decir, que no sea un
"enchufado" a contratos y limosnas del gobierno) sabe cómo se ha
depreciado su actividad profesional o comercial. Cuando tener un MBA tiene
menos valor que ser el jefe de un colectivo revolucionario, estamos en
presencia de una sociedad trastornada desde la raíz, que no tendrá la menor
posibilidad de motorizar un futuro sólido, fundamentado en el conocimiento, la
honestidad y los méritos.
El
discurso y las acciones del finado nos remitieron a las montoneras del siglo
XIX, cuando los caudillos arrasaban con las tierras, quemaban libros, violaban
a las señoritas de la casa. Porque éste ha sido el efecto de la revolución
sobre la sociedad venezolana: una violación a golpes de todo lo que significara
orgullo. Y el sucesor ha seguido el curso de su propia inexistente formación
académica y política, tratando de acelerar el proceso de cubanización del país,
golpeando seguido para no dar tiempo a reacción ciudadana.
Pero
no contaba con el hartazgo que tienen todos los venezolanos, hasta los chavistas,
de un país injusto, en el cual impera la ley salvaje de colectivos y pranes que
parecen tener el manto de la impunidad. La clase media está empobrecida por los
continuos robos, diezmada por el hampa, deprimida por la huida de los hijos o
exilada gracias a la inseguridad y la persecución política. El productor,
comerciante, industrial está obstinado de mendigar a un gobierno que dispone a
su gusto desde hace 11 años de las divisas indispensables para el
funcionamiento del aparato productivo, las cuales administra con acusaciones de
corrupción y chantaje.
Esta
revolución ha logrado ya tocarle la vida y los intereses a cada uno de los
venezolanos. No hay familia sin un hijo en el exterior, a todos nos han
atracado alguna vez, todos hemos llorado a un familiar o a un amigo asesinado
por un hampa que parece ser cada vez más inhumana, como lo demostró el horrendo
crimen de los dos religiosos salesianos en Valencia.
El
fanático compromiso del heredero de concluir de una vez el proceso para
convertirnos en Cubazuela, ha asfixiando con absurdas medidas y leyes una
economía que luchaba por sobrevivir a los embates comunistas. Las sucesivas
devaluaciones eran previsibles en un gobierno acusado de emitir dinero
inorgánico y empeñado en clausurar toda la producción nacional. No por
casualidad no hay un solo economista en el gabinete de los poderes populares.
El máximo "responsable" (bueno, ésa es la palabra formal) del
gabinete económico es un ingeniero y el chivo más poderoso del control de
precios dizque justos, es un general.
¿Qué
podíamos esperar?
Tres
lustros de cotorra revolucionaria puede marear a quien no sabe que existe una
vida mejor que la que llevan. Como dice un amigo: "nadie extraña lo que
nunca ha tenido". Por eso conviene tanto mantener al pobre, pobre. Pero
eso sí, con mucha limosna, convenciéndole de que con ellos "manda el
pueblo" y haciéndose la vista gorda ante los desmanes de los empoderados
con un arma, con una moto, con una franela roja o con un carguito en alguna de
las miles de oficinas burocráticas de que dispone la revolución para que crean
que está haciendo algo.
El
régimen se ha metido en asuntos sagrados para los venezolanos, que siempre ha
sido un pueblo amante de la libertad en su forma más amplia. Y por ella tienen
dos siglos luchando. La revolución le quitó a los venezolanos RCTV, su
televisora decana, se metió con las radios y últimamente intenta acabar con los
periódicos. Trata de controlar la educación de los hijos; los gastos
vacacionales y los sitios permitidos para acceder a los cada vez más reducidos
dólares Cadivi; pretende imponer los precios de todos los productos, controlar
las cuentas bancarias. Se introduce en el más mínimo resquicio de la vida de
los habitantes de este país, exigiéndoles que entreguen a sus hijos, sus
negocios, su vida y hasta sus pensamientos. A cambio de nada.
Porque
el muy revolucionario gobierno en 15 año no solo no ha mejorado lo que ofreció
sino que ha destruido lo poco o mucho que servía en este país. Para muestra un
botón: PDVSA. Ya el ciudadano no soporta más penurias impuestas por un gobierno
absolutamente inepto para resolver el mínimo problema doméstico. Su afán de
controlarlo todo lo pone en el plan de ni lavar ni prestar la batea.
Y
el venezolano se cansó de pasar tanto trabajo, de no tener seguridad ni
siquiera dentro de sus casas, de los cortes de luz y agua, de que no le recojan
la basura, de tener el carro destrozado por los huecos de las vías, de hacer
interminables colas para adquirir lo indispensable para subsistir. Cansados de
la ineficiencia, del papeleo burocrático, del chantaje de arribistas, del abuso
y atropello de quienes se creen dueños del país. Cansados de ser públicamente
humillados y ofendidos, los venezolanos han dicho basta, liderados por el vigor
de la fuerza estudiantil.
El
país está en pie reclamando sus derechos, reclamando su libertad de pensar, de
hablar, de transitar, de ganarse la vida, de sentirse seguros, de tener
alimentos disponibles. El discurso de los estudiantes es claro: rechazan la
injusticia, quieren una Venezuela libre, sin presos políticos y con
prosperidad.
Pero
el gobierno madurista no entiende absolutamente nada: en su obsesión de que la
oposición intenta darle un golpe (el que está picado de culebra le tiene miedo
hasta a bejuco), toma como desestabilización cualquier protesta por más
pacífica que sea. No escucha razones, no está dispuesto a negociar con el país,
cree como buen gobierno autoritario que estar en el poder es hacer lo que le dé
la gana y a cada paso comete torpezas cada vez mayores que lo alejan del
sentimiento de un pueblo que incluso chavista, reconoce privadamente que este
gobierno no sirve.
El
peor error del régimen revolucionario es desconocer que la mayoría de los
venezolanos tiene severas críticas a su gestión y que él está obligado a
escuchar solucionar esos problemas. Por el contrario, su reacción es el contraataque,
apresar a los líderes de oposición, soltar a sus unidades de batalla,
paramilitares o como quiera que se llamen esas hordas de motorizados armados
que tienen patente de corso para disparar contra marchas de estudiantes y
sociedad civil desarmadas. Está clarísimo que los muertos y heridos han sido
ocasionados por azuzar esta jauría contra los manifestantes.
El
dolor de las pérdidas, las expresiones desconsideradas del gobierno, la
negativa a escuchar los planteamientos para resolver las demandas de los
venezolanos, ha llevado a muchos a la desesperación, a tomar medidas agresivas
para llamar la atención nacional e internacional. En las protestas siempre se
cuelan elementos violentos pero los muertos en su gran mayoría los ponen los
opositores al gobierno.
Ahora
el régimen está enfrentado al país. Vivimos días de angustia ante la certeza de
que, al igual que en 2002, el gobierno no escuchará al pueblo. A ese que
considera "enemigo" porque quiere que la pesadilla se acabe. Entramos
ya en un túnel sin retorno, el punto álgido que ningún gobierno sensato hubiera
querido. Y mientras éste trate de resolverlo a punta de amenazas, cárcel y
medidas represivas, peor se pondrán las cosas. Malas para los demandantes pero
peores para quienes tienen en absoluto riesgo su autoridad.
Hoy
la gobernabilidad está en entredicho. Las alarmas sonando y los fósforos
encendidos para incendiar un país en el que no quedará piedra sobre piedra si
el diálogo y la tolerancia no se alcanza pronto. El poder por sí mismo no será
suficiente para contener el descontento que roe las entrañas de Venezuela.
Charitorojas2010@hotmail.com
Twitter: @charitorojas
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