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domingo, 10 de noviembre de 2013

LUIS VICENTE LEÓN, LO QUE VIENE ES JOROPO

Estoy de acuerdo con el presidente Maduro cuando enumera el grupo de problemas que están agudizando la crisis del país. Es verdad que se están pulverizando más divisas de las que se requieren, una parte para financiar el crecimiento desbocado de las importaciones y otra para alimentar el mercado negro y la fuga de divisas.

Es cierto también que una parte de los importadores han recibido divisas oficiales, pero valoran sus mercancías al precio del mercado negro. Nadie puede negar tampoco el impacto negativo del contrabando de extracción, que representa una sangría de productos que salen del país, con todos sus subsidios.

Es obvio que hay también acaparamiento y especulación, que los canales de distribución más abastecidos son los buhoneros y los chinos, irreverentes ambos a los precios regulados, y no cabe duda que los gabinetes caseros están repletos de compras nerviosas y pueden tener más inventarios que una bodega del barrio.

Con este panorama, ¿quién no estaría de acuerdo con que esta situación es insostenible?

Pero si bien coincidimos en el análisis de las consecuencias económicas que describen la crisis, la diferencia fundamental entre el análisis del presidente y el mío está en la interpretación de las causas que originan este drama. ¿O hay otro nombre para una situación en la que hay que pelearse por un rollo de papel tualé, un kilo de harina, un litro de leche, o un kilo de azúcar, tirado en el piso inmundo de un pasillo del mercado?

Según el presidente, todo esto sucede porque sus enemigos políticos intentan destruirlo, acabando con la economía. De ser cierto, esto pasaría también por acabar con sus propias empresas, sus marcas, su prestigio y su relación con los consumidores. Un harakiri, pues. Maduro se imagina una especie de secta satánica que se reúne en el imperio, al mejor estilo de Pinky y Cerebro, para planear la conquistar el mundo.

Bajo esta tesis, las señoras de Cúcuta que compran la leche venezolana subsidiada a una fracción del precio en Colombia, realmente forman parte de un complot internacional para desestabilizar al gobierno. Los bichitos de uña que montan empresas de maletín para recibir dólares oficiales (con un contacto en la matraca cambiaria que caracteriza todo sistema de control) son una célula organizada de la contrarevolución. Los bachaqueros maracuchos que acaban con los productos regulados en los supermercados del Zulia son en realidad un comando golpista camuflado con manta Guajira.

Y queda claro que las empresas que dejan de importar luego de meses de asfixia sin que les hayan liquido las divisas que requieren para importar, y enfrentan el cierre de los créditos de sus proveedores por ausencia de pagos y desconfianza, son unos saboteadores insensibles, incapaces de perder hasta lo pantalones para garantizar el abastecimiento nacional.

Yo tengo una visión distinta. Los problemas descritos tanto por el presidente como por mí realmente son producto de las distorsiones típicas de una economía intervenida, cerrada, controlada y hostilizada por el Estado, algo que ha pasado repetidamente en la historia de la humanidad y que nada tiene que ver con el tema político, sino estrictamente con un modelo económico inadecuado.

La falta de una política cambiaria racional, que reconozca el verdadero valor real de la moneda; la ausencia de negociaciones eficientes con el sector privado para la fijación de precios que reconozcan los costos de producción y permitan la producción fluida; la caída de la producción de las empresas públicas, que resulta evidente en los casos de cemento, cabillas, lácteos, aceite o harina de maíz precocida, en las que el gobierno tiene una participación protagónica; el gasto desbordado que ha explotado la liquidez y generado dinero inorgánico; el deterioro de la producción local, desestimulada por una competencia desleal de importaciones financiadas con dólares subsidiados que hacen inviable a la industria nacional; el manejo desordenado de la política monetaria y los controles distorsionantes y crecientes sobre toda la actividad económica; todos estos elementos explican mucho mejor la crisis actual que los argumentos políticos de la guerra económica.

La economía es un río rebelde y no se doblegará ante los discursos o las acciones políticas. Si hay distorsión de precios, es imposible evitar el contrabando. Si mantienen una brecha grosera entre el mercado negro y el oficial, será imposible parar la desviación de recursos y las distorsiones de los precios.

Mientras la gente perciba que no hay estabilidad de abastecimiento, comprará todo lo que consiga para protegerse del desabastecimiento y la inflación futura. Sustituir al sector privado desde el Estado sólo empeora el entuerto, porque se pueden expropiar activos pero no la creatividad y la capacidad empresarial, fuente fundamental del equilibrio económico.


Dos visiones distintas, pero una sola necesidad: rescatar la estabilidad del país. Ojalá el equivocado sea yo, porque si no, preparen las alpargatas, porque…

luisvicenteleon@gmail.com

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