HAY QUE ELEVAR el sentido
colectivo de la política provocando un sentimiento envolvente en torno a lo que
podemos llegar a ser y hacer con ella. De lo contrario lo habremos perdido casi
todo.
Hay que democratizarla, ponerla al servicio de las mayorías, para que
exijan, den y construyan, sacarla, en fin, de la jaula donde la han confinado
los que quieren apropiarse de ella, satanizándola.
Todo atenta contra la política, que pudiera
llegar a ser el instrumento limpio para escalar la duda de nuestra libertad.
Todo restringe su ejercicio pleno. Comenzando por políticos, estructuras
constitucionales, leyes, partidos, medios de comunicación, que pervierten la
libertad del ser humano, limitándola.
Pero es una restricción paradójica, ya
que fue la fórmula que la sociedad encontró para asignarle orden a la energía
compleja de la acción individual. Pero ello no quiere decir que no debamos
exigirnos pensar en otras formas de ser mejores políticamente.
HEMOS LLEGADO a un punto tal
de la crisis mundial, nacional, personal, histórica en suma, que es
indispensable una discusión profunda en la que se planteen dudas conmovedoras
para inventar respuestas, teóricas y prácticas, adecuadas para estos tiempos de
confusión y re-definiciones.
Con la política no se edifican paraísos,
utopías sí, pero se puede con ella evitar el purgatorio que hoy padece la
mayoría de los seres humanos, cuyos oxígenos vitales, el aire que respiramos,
el alimento que nutre, el techo que cobija, las organizaciones que aseguran, la
lectura que acompaña, la información que guía, los dioses que protegen, los
radares que orientan, están cada día más bajo control ajeno e impropio. Vista a
la buena, la política debería ser el escenario donde se ventilan y resuelven
las contradicciones o desavenencias sociales.
Nunca el foro donde se las provoca o esconde
o manipula. Vista a la mala, es lo que se resiente permanentemente de ella. Por
eso tan importante es que todos aprendamos, mientras más temprano mejor, el
exigente arte de la política, su abecedario y sutilezas. En las escuelas que
creen en la democracia tendrían que abrirse cursos para enseñar su ejercicio.
En la gimnasia diaria del colegio, la fábrica, empresa, barrio o universidad,
aprender a organizarnos para hacer frente a necesidades colectivas, más aún en
un mundo, y en un país, en el que se nos inculca la virtud del éxito personal
como ambición egoísta.
PORQUE EL QUE QUIERE hacer política
debe entender que es un juego muy serio, que no termina jamás, porque ningún
asunto de la agenda pública se resuelve definitivamente. Que además es
actividad ruda. Que implica discutir y discurrir sin cesar. Que a veces
requiere más del oído que de la palabra, porque si ésta vale oro, el saber
escuchar no tiene precio. Que también es diálogo en el que no necesariamente se
tiene la razón, que la pueden tener los demás y así convencernos de que ganar
es esa transformación que la política adoba y apura. Que se necesita ser
elástico, prudente, convincente, pero también capaz de ser convencido, no como
forma de derrota sino como sabiduría. Enseñar que la política no es
exclusivamente la búsqueda del poder, sino la capacidad de cada quien para
contribuir a las decisiones que nadie debe tomar por mano propia.
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