La palabra pueblo en frases como “Hoy tenemos pueblo”, “Yo no
pido la reelección, quien la pide es el pueblo”, “Yo estaré aquí hasta que Dios
quiera y hasta que el pueblo mande”, “Yo ya no soy yo. Yo soy el pueblo", “iré con el pueblo a recuperar
Sidor” o “Llamo al pueblo a no tolerar la corrupción”, etc., ha sido la muletilla, el estribillo, el
comodín para llenar y rellenar todos los discursos, peroratas y mensajes
presidenciales, en estos tres lustros de gobierno chavista.
Identificarse con
el pueblo y apoderarse luego de su alma, es uno de los recursos políticos más
antiguos y eficaces que el mundo conoce. No todo el mundo puede hacerlo, se
requiere liderazgo y carisma, pero sobre todo que una parte de la sociedad se
sienta disminuida, menospreciada o ignorada en todos los sentidos, con respecto
al resto, que permita su manipulación.
Es la esencia misma del populismo como
fase corrompida de la democracia; eso que los antiguos griegos conocieron como demagogia.
Aunque el pueblo no es propiamente una masa, se comporta casi siempre como si
lo fuera, llevado de un lado para otro por su líder.
Puede ser tan maleable y
dócil que en algunos casos, e incluso por un periodo de tiempo largo, puede
comportarse como un rebaño de ovejas siguiendo a su guía, hasta el punto que
durante el despotismo ilustrado, en pleno siglo XVIII,
el paternalismo
de la monarquía hacia su pueblo era de una naturaleza tal, que un
lema de la época lo expresaba de un modo
lapidario: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Frase que muy bien
pudiera aplicarse a la Venezuela actual.
Chávez se jactó, durante los últimos catorce
años, de gobernar siguiendo la voluntad
del pueblo y de hacerlo todo en su nombre. Un pueblo que se asemeja a un títere movido por los
hilos de su amo, que no solo vota cuando se lo piden por el gobierno de turno,
sino que es capaz de hacer interminables colas para comprar harina o aceite, esperar
horas para tomar un transporte público que lo lleve a su casa después del trabajo,
que se resigna a un aumento de salario por partes, que no le alcanza para
cubrir tan siquiera la inflación, o que tiene que sufrir el maltrato de los
funcionarios públicos cuando acuden a un ministerio u organismo cualquiera a
solicitar información o ayuda, no se diga justicia.
Ese es el mismo pueblo que
se conforma con lo que le dan, pero que no reclama lo que le
corresponde. Y esa es la diferencia que aún no se ha hecho en algunos países, entre
ellos los nuestros hispanoamericanos. Hay que empezar a desarrollar el concepto
de ciudadanía y a darle vida en desmedro del de pueblo; un concepto complejo,
ambiguo a veces, que en todo caso se presta para ser manoseado y adulterado.
Por eso, yo no quiero pueblo. Prefiero, en su lugar, hablar de ciudadanos; es decir, hombres y mujeres con derechos y obligaciones. Personas que sepan que es la ley la que los hace iguales y les da la fuerza para reclamar y pedir. Que conozcan por qué y cuándo exigir y no mendigar las migajas, que les caen a veces de la mesa repleta. Actuar si, pero por impulso propio, no a control remoto, porque alguien los empuja o engatusa.
Se hace necesario pasar del
pueblo soberano, concepto sentimental,
pero que como masa informe, abstracta, no tiene derechos, a la ciudadanía que se concreta y particulariza en
todos y cada uno de los individuos con derechos y deberes que la constituyen,
esto es, en los ciudadanos. Cuando esto ocurra, si no logramos un cambio
profundo en la cultura política del país, al menos dejaremos de escuchar tanta
tontería, de tanto pueblo.
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