El asesinato premeditado y a sangre fría perpetrado
por Bashar al Asad contra la población civil, especialmente niños, el 21 de
agosto -comprobado de manera irrefutable por el servicio de inteligencia
francés- no ha conmovido la dura fibra del tándem castro-chavista, asociado
para sembrar calamidades en Venezuela desde hace quince años.
Las declaraciones
de Nicolás Maduro, Elías Jaua y el resto de dirigentes oficialistas que han rechazado
la posibilidad de una intervención militar norteamericana en ese país del Medio
Oriente, han sido de una complicidad nauseabunda con el carnicero que prolonga la
vida de una de las dinastías más longevas y crueles de la historia mundial contemporánea.
El
ataque de al Asad con gas sarín a una población inerme y que no participa
directamente en el conflicto bélico, representa un paso más en la escalada
represiva que ese déspota desató desde hace dos años contra los sectores políticos que exigen cambios en
un régimen que se ha mantenido petrificado por más de cuatro décadas. Además de
las armas químicas al Asad ha atacado con aviones de combate centros densamente
poblados. Su único propósito ha sido eternizarse en el poder sin importarle las
cien mil muertes que el enfrentamiento ha causado.
Las iniciativas de la ONU y la Liga Árabe para propiciar una salida dialogada que termine con el conflicto, se han estrellado contra la arrogancia de ese autócrata que actúa como un mandatario de la Edad Media, pero que dispone de la tecnología militar del siglo XXI. La crueldad de al Asad alcanza tales niveles de demencia que Nabil Al Arabi, secretario general de la Liga Árabe, ha pedido castigar al régimen de Damasco.
Las iniciativas de la ONU y la Liga Árabe para propiciar una salida dialogada que termine con el conflicto, se han estrellado contra la arrogancia de ese autócrata que actúa como un mandatario de la Edad Media, pero que dispone de la tecnología militar del siglo XXI. La crueldad de al Asad alcanza tales niveles de demencia que Nabil Al Arabi, secretario general de la Liga Árabe, ha pedido castigar al régimen de Damasco.
Los tartufos de la izquierda
troglodita venezolana, latinoamericana y mundial han buscado en el basurero,
donde se mueven, las banderas del antiimperialismo -en realidad antinorteamericanismo,
como habría dicho Jean Francois Revel- para oponerse a una intervención que
está plenamente justificada por razones humanitarias, precisamente, pues la participación
extranjera es la única forma de detener esa orgía de sangre que desencadenó la
satrapía Siria desde 2011. La izquierda troglodita se alinea con China y Rusia,
opuestas a la intervención militar por razones estrictamente comerciales,
financieras y geopolíticas, muy alejadas de
las motivaciones humanitarias. China, además. no quiere abrir ni una
pequeña rendija que coloque en el tapete la situación del Tíbet, sometido al
poder imperial chino desde hace largo tiempo.
Para eso
quedó la izquierda cavernícola: para apadrinar autócratas asesinos que tratan
de justificar la violación de los derechos humanos y los genocidios en nombre
de la autodeterminación y la soberanía
de los pueblos, como si en Siria estuviesen enfrentándose dos ejércitos
equiparables, como si hubiese algún grado de simetría entre los niños
fulminados por los mortíferos gases sarín y los esbirros del gobierno,
apertrechados con poderosas armas letales.
No
pretendo analizar los detalles de esa conflagración en la que se mezclan
elementos religiosos y étnicos de difícil comprensión para quienes no formamos
parte de esa cultura. Pero no creo que pasearse por esas circunstancias sea
indispensable para tener una comprensión exacta de la monstruosidad cometida
por al Asad. En Siria está consumándose un crimen de lesa humanidad que exige
el repudio y la condena de los demócratas del mundo. Este es el punto crucial.
No caben medias tintas, ni es aceptable invocar la tesis del multiculturalismo
a la que apelan los izquierdistas para hacerles la corte a todos los bárbaros
que cometen desmanes en nombre de la diversidad cultural y otras patrañas
parecidas.
Entre
las grandes conquistas de la Modernidad y de Occidente está la posibilidad que
tienen las sociedades de ponerle límites al poder del Estado. El resguardo de
los derechos humanos, especialmente el derecho a la vida, forma parte de esos
logros que ningún tirano, movido por el afán de eternizarse en el poder, puede
quebrantar impunemente.
El papa
Francisco pide orar y ayunar por la paz en Siria. Su enorme prestigio mundial
le confiere autoridad para hacer ese llamado ecuménico. Sin embargo, hay que
diferenciar entre el Papa y los farsantes vernáculos que se desentienden de la
guerra civil de baja intensidad que existe en el país, se solidarizan con
criminales de guerra y mantienen una dictadura milenaria en Cuba.
La izquierda troglodita vive
en un mundo incongruente y miserable.
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