Al margen de la Constitución de la República
Bolivariana de Venezuela y en contra de ella (ver Preámbulo y Principios
Fundamentales) está en marcha la instauración de un Estado Socialista, pero no de cualquier tipo, sino
marxista-colectivista a lo soviético-castrista.
En esta línea se proclama oficialmente que
todo el esfuerzo nacional debe orientarse hacia la construcción de dicho
socialismo en los diversos ámbitos sociales: económico, político y ético-cultural. Consecuencia obvia: lograr
la hegemonía comunicacional y educativa,
el dominio ideológico-político de las organizaciones de los trabajadores, un
ejército rojo y una estructura comunal como correa de transmisión del poder
central.
El Estado se entiende así, no como conjunto
aglutinador y servicial del pueblo
soberano, sino como articulador de una sociedad totalitariamente manejada. La
persona y las organizaciones sociales se interpretan como objeto e instrumento
de una “vanguardia iluminada” y no como sujetos de la construcción
coprotagónica, corresponsable y participativa de la comunidad nacional.
Una tal pretensión no es nada original en el
peregrinaje humano a través de los tiempos. Intentos y realizaciones se han
dado, en una u otra forma. Se cumple así lo que aquel filósofo griego expresó:
la historia no se repite; somos los hombres los que nos repetimos.
Hay textos que son iluminadores acerca de lo
que el Estado debe ser y los gobiernos deben hacer. Aquí en Venezuela, luego
del período autocrático guzmancista en que se actuó un proyecto hegemónico en
varios aspectos, también en lo religioso –en este campo se llegó a un
desastroso enfrentamiento con la Iglesia-, vino una progresiva reformulación de
políticas con presidentes tales como Juan Pablo Rojas Paúl (1888-1890). El
Mensaje de éste al Congreso (1890) contiene expresiones que revisten particular
actualidad y las cuales ya Naudy Suárez Figueroa oportunamente subrayó a
propósito del centenario de la Rerum Novarum de León XIII (Revista Nueva
Política 47/II-3, 156-157).
El Presidente Rojas Paúl refiriéndose a la conducta más respetuosa que
el Gobierno debe tener hacia las convicciones religiosas de los ciudadanos manifestó:
“Está bien que los filósofos esclarezcan y propaguen las más sanas ideas sobe las creencias y los intereses religiosos de los pueblos (…) pero el gobernante, cualesquiera que sean sus convicciones individuales, no tiene ni puede tener misión que se caracterice por la oposición a las creencias de sus gobernados. Chocar contra la conciencia pública no es sistema racional de gobierno; tomar las ideas y las cosas como realmente existen; armonizar las tendencias discrepantes en la síntesis superior del bien público, esa es la ciencia verdadera de la política”.
Esto lo
dijo para justificar la construcción y reparación de templos católicos y la
nueva actitud ante las instituciones eclesiásticas y, sobre todo, ante la
conciencia y la práctica religiosas de los venezolanos. Pudiéramos traducir así
la toma de posición presidencial: al Estado no le toca decidir lo que debe
estar abierto al pluralismo filosófico, ideológico u otro de la sociedad civil.
Un Estado –“rojo rojito”- como el que concibe el SSXXI, pretende
convertirse en gestante, nutriente, niñera, maestro, tutor, en fin,
prácticamente dueño de los ciudadanos. Algo bien diferente de lo que expresó
Rojas Paúl (en el umbral del siglo XX) y
de lo que abierta y claramente afirma nuestra Constitución (dada a luz justo ya
para nacer este nuevo milenio).
Un Estado rojo está en las antípodas de un
Estado democrático. Y, más allá de éste, de un genuino humanismo.
Monseñor
Ovidio Pérez Morales
Obispo
Emérito de Los Teques
ovidioperezmorales@gmail.com
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